domingo, febrero 03, 2008

LA TIERRA DE LOS SELK’NAM

Patricio Manns


Hay un instante en la historia de los pueblos amerindios que fulgura de un modo particular, cuando uno se quiere referir, englobándolos, al concepto de tierra como hábitat y propiedad natural, legado de las generaciones primigenias de las razas que la poblaron, y a la resolución con que algunas de aquellas razas procuraron defenderla, no bien desembarcaron los primeros descubridores y conquistadores, a partir de 1492. El caso de Arauco es el más visible, porque un poeta-soldado que vino entre las huestes de España, cantó la guerra de resistencia que ellos desarrollaron, un épico y magistral poema. Pero éste no es por cierto el único caso.

Yo quiero hablar un poco de las razas y culturas de la Isla Grande de la Tierra del Fuego, y las islas que quedan inmediatamente al sur, menos conocidas t estudiadas. Y esto porque sospecho que ellas aportan una luz suplementaria a la historia de la tierra de los Selk’nam como hábitat, y a la similitud con que este hábitat, situado muy al sur del mundo, fue defendido.

Tres razas principales habitaron la Tierra del Fuego: los Selk’nam (mal llamados “Onas”), los Qáwaskars (mal llamados Alacalufes), y los Yámanas (mal llamados Yaganes). Estas razas, pese a ocupar territorios contiguos, a veces separadas por un angosto brazo de mar, o de río, fueron muy diferentes entre sí, tanto desde el punto de vista antropológico, lingüístico, como de los rudimentos culturales y de los mitos y tradiciones. Incluso difieren sus modos de vida, su hábitat, su estatuto familiar y su organización comunitaria. A guisa de ejemplo, tanto los Qáwaskars como los Yámanas fueron pueblos canoeros, es decir, vivían sobre las embarcaciones rústicas, y se alimentaban del mar. De la tierra firme apenas conocían las riberas. Sin embargo, la diferencia cultural entre ambas razas fue enorme. Los Qáwaskars eran pequeños, su lenguaje rudimentario, sus mitos y tradiciones, inciertos y escasos. En cambio, la raza Yámana, que era también de poca estatura, poseyó, de manera inexplicable, el idioma más completo y complejo de absolutamente todos los pueblos primitivos de las tres Américas. El actual conocimiento de la lengua yámana y de sus particularidades se deben a la pasión del misionero y filósofo anglicano Thomas Bridge, quien publicó en Londres, en 1911, el célebre Diccionario Inglés-Yámana, tras haber vivido entre ellos más de cuarenta años. Este diccionario singular contiene 30.000 vocablos. A título comparativo, diré que el moderno diccionario Hachette de la Lengua Francesa, edición de 1980, está constituido por 50.000 vocablos. La hazaña cultural que representa la estrcuturación de una lengua semejante por una raza desnuda, que vivió en canoas, y permaneció por milenios aislada del resto de las culturas del mundo –pues su hábitat esencialmente marítimo se situaba en los canales y brazos de mar tendidos entre las islas e islotes comprendidos entre el Canal del Beagle y el Cabo de Hornos- bien puede compararse a la hazaña arquitectónica de la construcción de las pirámides mayas de Yucatán.

Sin embargo, ni los Qáwaskar ni los Yámanas tuvieron conciencia de la tierra como hábitat. En cambio los Selk’nam –este vocablo significa “Los Hombres” en su lengua-, reaccionaron al desembarco de forasteros en su territorio de caza, comprendido entre la ribera norte del Canal del Beagle y la ribera sur del Estrecho de Magallanes, convirtiéndolo en un anónimo campo de batalla, pues la historia ignoró desde siempre su epopeya, en la cual desarrollaron guerrillas esporádicas, pero sostenidas, a lo largo de casi trescientos años.

La Raza Selk’nam –no puede hablarse de pueblo, pues vivían solitarios al interior de la célula familiar básica: el padre, la madre y los hijos, célula que por lo demás se hallaba en constante desplazamiento-, se caracterizaba por la conciencia que le impulsó a la defensa de su hábitat territorial, desde que en 1520 desembarcara en sus costas la expedición de Hernando de Magallanes. Esta defensa implica necesariamente una noción de la tierra como propiedad, a la vez colectiva y natural. Si bien no la cultivaron, sabían conservar el equilibrio de las especies animales y vegetales que constituían su alimento. Al desplazarse, siempre dentro de límites muy precisos, obedecían a un calendario dictado por las circunstancias de la naturaleza y de la meteorología: en verano, instalaban sus carpas de piel de huanaco en las inmediaciones de las playas, caletas y ensenadas del litoral. En el invierno se internaban en los bosques que crecían al pie de la cordillera. Algunos de estos bosques están dotados de microclimas, es decir, constituyen pequeños espacios subtropicales, cálidos y seguros. Allí podían preservarse del intenso frío fueguino que en el invierno puede descender fácilmente a menos treinta grados. Tanto Antonio Pigafetta, cronista de la expedición de Magallanes, en 1520, como el explorador, buscador de oro y cazador de Selk’nam, Julio Popper, en 1590, confirmaron la existencia en su interior de especies tropicales como papagayos.


La raza Selk’nam fue de elevada estatura. Pigafetta anota que vio hombres y mujeres muy altos. Algunos varones sobrepasan fácilmente los dos metros. Su lengua era bastante rica y su mitología, sobrecogedoramente extraña. Poseían una desarrollada conciencia de la historia de la raza, pese a no vivir agrupados en tolderías. No utilizaban vestimenta alguna, y sólo se cubrían con una capa de piel de huanaco. Pescaban con pequeños arpones sumergiéndose en las aguas heladas, y utilizaban arco y flecha, pues, a diferencia de la lanza o la maza, el arco y la flecha constituyen un arma elaborada, común, por los demás, a muchísimos pueblos. El arco y la flecha constituyen un misterio mayor en la historia del hombre primitivo.

Siendo un pueblo de naturaleza pacífica, los Selk’nam aceptaban el combate sólo si eran atacados. En un período de guerra, ellos preservaban intactas sus convicciones morales y podían, por ejemplo, salvar náufragos enemigos, con los cuales habían combatido apenas el día anterior, para conducirlos a lugares donde pudieran ser recuperados. No atacaban a un enemigo herido, desarmado o en inferioridad de condiciones. Esto lo explicaban aludiendo a una compleja mitología que dividieron en nueve grandes períodos. El primer período se pierde en la noche de los tiempos, y prueba el aserto de algunos etnólogos y antropólogos que sitúan la llegada de los Selk’nam a Tierra del Fuego, al menos doce milenios antes de que aparecieran las primeras naves descubridoras. Uno de los períodos intermedios que ellos llamaban “Época del mito de la cabeza ambulante” corresponde a un momento privilegiado de la raza, pues es entonces cuando sus chamanes –muy estudiados por especialistas europeos-, descendían hasta el Cabo de Hornos, y allí trepaban a lo que hoy se conoce como Cordillera de Haberton para comunicarse con Kuanip, quien les entregaba paulatinamente códigos morales y leyes tribales que iban consolidando su desarrollo comunitario. El salvataje de náufragos enemigos es una de las consecuencias de las enseñanzas de Kuanip.

Los Selk’nam no atacaban las estancias, pero emboscaban a los hombres de mano de los estancieros que salían –literalmente- a cazarlos. Con la introducción de la oveja y la desaparición del huanaco, exterminados por los “atorrantes de todos los países del mundo” como los llamó Popper, que se dieron cita allí, la defensa de la tierra cesa de ser lo que era. Los Selk’nam son empujados a vivir en las montañas. Descienden a la tundra sólo para capturar ovejas –que consideran propiedad común, como el huanaco, pues pasta en sus tierras. Esto sirve de pretexto a los estancieros, que ofrecen una libra esterlina por cada par de orejas Selk’nam. Los millares de patibularios europeos que trajinaban la tundra en busca de trabajo, se lanzan a la cacería de las orejas indias. Como hemos dicho, los Selk’nam vivían aislados en su célula familiar. No construían villorrios ni se agrupaban en tolderías, de manera que para los winchester y los remington fueron presa fácil. A comienzos del siglo XIX la raza Selk’nam contaba todavía con tres o cuatro mil individuos. A fines de siglo, su número había descendido a 200. Es allí que surge la figura del Cacique Felipe. Este era hijo del marino chileno Tomás Barragán y de Kalia, la hija del Cacique tehuelche Centurión. Fue educado desde pequeño en una escuela parroquial de Punta Arenas. Al término de su adolescencia, Felipe Barragán Selk’nam se va a las montañas. Su principal tarea es rescatar, mediante rápidas acciones armadas, a los Selk’nam que son hechos prisioneros para conducirlos a las ciudades con innegable carácter de esclavos, cuando no, para trasladarlos a Europa, donde se les exhibe en los Jardines de Aclimatación o en las Ferias Públicas, como los caníbales del Estrecho de Magallanes.

La cabeza de Felipe Barragán Selk’nam fue puesta a precio. El precio aumentaba de año en año, mientras su fama crecía y sus acciones se multiplicaban. Como todo guerrillero que se respeta, Felipe Barragán Selk’nam también fue traicionado. El 8 de diciembre de 1899, dos malhechores al servicio del estanciero y comprador de orejas José Menéndez, lo emboscaron y lo acribillaron a balas cuando acababa de cumplir 53 años de edad.

Su muerte marca el fin de la defensa de la tierra por la raza Selk’nam. Los últimos remanentes fueron asesinados sin conmiseración. A partir de entonces, la tierra de los Selk’nam quedó libre para dar origen a gigantescos latifundios, tanto argentinos como chilenos. El más grande de todos fue fundado en 1893, con el nombre de Sociedad Explotadora de la Tierra del Fuego. Contaba con casi tres millones de hectáreas, y en ella tuvieron acciones y cargos directivos al menos tres presidentes de Chile.

En el Instituto Nacional Audiovisual de París, existe un documento filmado que muestra a la última Selk’nam, un año antes de su muerte, en 1983. Fue el único miembro de la raza que logró vivir más de ochenta años. Naturalmente se llamó Mama Rosa.

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