jueves, enero 10, 2008



FILOSOFÍA EN AMÉRICA LATINA Y FILOSOFÍA LATINOAMERICANA

Sergio Vuskovic Rojo

“Hay un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí” (José Martí)



Por filosofía en América Latina entendemos toda la reflexión filosófica que se ha dado en nuestro subcontinente y por filosofía Latinoamericana a aquel pensar, que, arrancando desde nuestras raíces, contribuye a precisar los latidos del corazón de la identidad de aquella parte de la humanidad que vive desde el Río Grande hasta el Cabo de Hornos.

Ambas actitudes filosóficas son válidas, son legítimas.

Delimitando el campo teórico entre los dos conceptos hay que hacer notar que este trabajo se referirá a la filosofía latinoamericana, en cuanto manifestación concreta de la filosofía en lengua española o en otros idiomas neolatinos.

El hombre nuestro que dícese no ser filósofo (latinoamericano) es, simplemente un mal filósofo (latinoamericano). Para que nuestro pensamiento adquiera validez universal, parece que necesariamente debe pasar por el estadio de lo latinoamericano. Así, nos instalamos en la huella de don Andrés Bello, que termina su discurso inaugural de la Universidad de Chile, en 1842, afirmando: “Esta es mi fe literaria, libertad en todo…La libertad, como contrapuesta por una parte a la docilidad servil que lo recibe todo sin examen”.

Senda que sigue José Martí: “La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia…Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”. (Nuestra América, 1891).

Nosotros hablamos de filosofía, así en singular. ¿Y qué nos muestra la realidad filosófica? Pues que la filosofía occidental no es la única que existe, que en el pasado lograron también esta dignidad la filosofía hindú, china, judía y árabe (por nombrar sólo las más conocidas) que se prolongan hasta nuestros días, en que se agrega a ellas también la filosofía latinoamericana. De ahí que no corresponda el decir la filosofía, sino las filosofías; no la historia de la filosofía sino la historia de las filosofías. En Chile un adelantado ilustre en el estudio de la filosofía oriental es el profesor Gastón Soublette, autor de Anales de primavera y otoño, editado por la Pontificia Universidad Católica de Chile, en 1978 y que trata específicamente del filósofo Kung Fu Tse a quien concomeos a través de su nombre latinizado en Confucio. En los últimos tiempos se ha especializado en los maestros hindúes del pasado y del presente como Shankara, Rabix, Rama Krishna y Ramana. Referente a la filosofía hebrea, podemos nombrar la investigación del pensador argentino Mario Satz, titulada Árbol verbal (La Semana Publicaciones, Jerusalem, 1982) que trata de nueve notas en torno a la Kábala, es decir, sobre el origen y significado del alfabeto hebraico. En relación a la filosofía árabe son muy importantes los trabajos del especialista en Islamología y ciencia de las religiones Waldo Díaz García, con obras tales como Origen y evolución del Islam (1981) y Mahoma y los árabes (Editorial de ciencias sociales, La Habana, Cuba, 1990).

Ciertamente nosotros estamos insertos culturalmente en la gran corriente de la tradición filosófica occidental y creo que a nadie se le pasa por la cabeza negarla o ignorarla; de lo que se trata es de no negar o ignorar las demás y menos aún la que nos esforzamos por desarrollar nosotros.

Mi proposición relativa al pasado, presente y futuro de la filosofía latinoamericana dice así: En ésta coexisten tres grandes vertientes: a) el pensamiento originario o autóctono (precolombino para entendernos); b) el pensamiento colonial y c) el pensamiento que se desarrolla en la época republicana.

Al hacer esta propuesta no dejo de estar consciente que, rigurosamente, solo podemos hablar de América Latina a partir de 1856, fecha en que este ser que no tenía nombre adquirió uno. Es el año en que Francisco Bilbao creó el concepto y el término de América Latina e incluso utilizó el adjetivo “latinoamericano”, como lo demostró el ex profesor de la Universidad de Playa Ancha Miguel Rojas Mix, en su obra Los cien nombres de América (Lumen-Andrés Bello, Santiago, 1991).

¿Quién creó el nombre de América Latina?

Rojas Mix sostiene que este acontecimiento cultural ocurrió el 24 de junio de 1856, cuando Bilbao dictó en París una Conferencia titulada Iniciativa de la América, y que el poeta colombiano José María Torres Caicedo utilizó la expresión “América Latina”, en su poema “Las dos Américas”, tres meses después, es decir, en septiembre de 1856.

Sin embargo, don Arturo Ardao, en dos obras de investigación: Génesis de la idea y el nombre de América Latina (1980) y Nuestra América Latina (1986), le otorga esta preeminencia a Torres Caicedo. Una opinión parecida sostiene don Arturo Andrés Roig, en su trabajo Filosofía, Universidad y Filósofos en América Latina (UNAM, México, 1981). De este modo queda planteada la cuestión epinomática.

En relación al discurso sobre América es muy importante la contribución del filósofo mexicano Edmundo O’Gorman, con su obra La invención de América (FCE, México, 1958). A nivel periodístico y como una introducción a la problemática podemos nombrar a América Latina, Marca Registrada, (Ed. Andrés Bello, Santiago, 1992) de Sergio Marras, que presenta una novedosa introducción contemporánea a la problemática del nombre.

Si bien es verdad que sólo podemos hablar rigurosamente de América Latina a partir de 1856, la fortuna del concepto creado por Francisco Bilbao y otros le dio universalidad no solo espacial, sino también temporal, para distinguirla de la América sajona. De ahí que al rigor técnico opongo una esperanza: que en un futuro próximo, en nuestras universidades, habrá una cátedra de filosofía latinoamericana, con sus respectivas secciones de filosofía originaria o autóctona, colonial y republicana.

El pensamiento de nuestros pueblos autóctonos, especialmente de las altas civilizaciones de los mayas, toltecas-aztecas y quechua-aymaras, así como nuestra filosofía de los períodos colonial y republicano, hacen un aporte al conocimiento mundial al reflexionar sobre nuestra realidad y nuestras propias raíces. Nuestra tarea más urgente es despojarnos de cierta universalidad abstracta, aquella que es instrumentalizada por quienes continúan insertos en el código de la colonización o bajo el estatuto de la ideología de dominio. Pienso que hoy día éste es nuestro problema primario, plenario y perentorio.

Esto quiere decir que se hace presente con mucha fuerza el problema de la alienación o enajenación. Conceptos sinónimos en español y que derivan directamente de la palabra latina alienus, que quiere decir “ajeno”. En filosofía hace referencia al individuo o a la sociedad que pierden su ser propio, o lo degradan por vivir según formas de vidas externas, inferiores a su propia realización plena. Tal la despersonalización y la manipulación de deseos y voluntades en la contemporánea sociedad de masas manipuladas por los medios de comunicación.

El pensamiento originario o autóctono.

La labor de rescate ya está señalada en la obra paradigmática de Pedro León Portilla La filosofía Nahuatl estudiada en sus fuentes y la Toltecayotl; en el excelente ensayo de J. Llosa “La imagen del mundo en el antiguo Perú”; en la investigación de Alberto Ruz La civilización de los antiguos mayas; o el libro de Rodolfo Kusch El pensamiento indígena y popular en América, quien trata de penetrar en la Latinoamérica profunda, en sus mitos y ritos originarios y plantea que la auténtica liberación de nuestro subcontinente se da en el redescubrimiento de estas raíces, cuyo ser verdadero corresponde a nuestro verbo castellano estar que se contrapone al ser (essere) ontológico, característico de la tradición occidental.

En el caso del Chile de hoy tenemos las obras de Ziley Mora, Yerpum (Temuco, 1990) y Anales Mapuches de Otoño y Primavera (Cosmigonon Ediciones, Concepción, 1999); de Yosuka Kuramochi, profesor de literatura de la Universidad Austral de Valdivia, Me contó la gente de la tierra; de Sonia Montecino, Sueño con menguante (Biografía de una Machi, Sudamericana, Santiago, 1998); de José Bengoa, Historia de un conflicto. El Estado y los mapuches en el siglo XX, (Planeta, Santiago, 1999). Todas ellas alumbradas por la luz, el dolor y la claridad de las antiguas historias del Quiché, el Popol Vuh que debiera transformarse en nuestro libro de cabecera. Pienso que de mucho de esto es consciente Claude Lévi-Strauss cuando declara que: “Lo que importa es que el espíritu humano manifieste una estructura cada vez más inteligible, a medida que progresa el trámite doblemente reflexivo de dos pensamientos, el de los indígenas de América del Sur y el de Europa, que actúan el uno sobre el otro. Ambos pueden ser la mecha o la chispa de cuya aproximación brotará su común iluminación”. (Magazine Littéraire, París, 5 de junio de 1993).

¿Por qué no reflexionar nosotros los chilenos sobre el hecho que en la lengua mapuche se da la ausencia de la negación, que ni siquiera a nivel del lenguaje se concibe la negación de algo? Tal vez porque “todo puede ser posible”.

¿Cómo no aprender a ver la hora en el reloj mapuche? Cuando funciona con tiempo para todo, para trabajar, meditar, observar y hablar y nitram, conversar, dialogar, es fundamental para seguir vivos.

¿Por qué no construir un pensamiento nuevo sobre su concepto de amor, ayünm? Palabra que connota una suerte de amanecida o madrugada para el espíritu y que el poeta Elicura Chihuailaf define como universo-palabra, que nos dice que el amor es una forma de iluminación solar, una especie de recuperación de la aurora interna, una condición de reconocimiento esperanzador, donde la claridad de las certezas atraviesa la realidad y hace transparente la opacidad de las cosas. Idioma en el cual la negación del amor se construye como “ñelay ayünm”, “murieron mis ojos para la visión de tu luz”, que en castellano sería simplemente “no te amo”.

Nosotros los chilenos tenemos la obligación de soñar en castellano y aceptar que el pueblo mapuche sueñe en mapudungun.

Muchas veces se escucha hablar de Amerindia o América India, mas, en España y en América Latina el término “indio” tiene una connotación peyorativa hacia los puelos originarios y por eso planteo no usar tal denominación. Digo que son pueblos originarios o autóctonos; aunque estrictamente no lo sean; se sabe que comenzaron a llegar desde el Asia hace más o menos veinte mil años; sin embargo, una cosa es llegar hace veinte mil años y otra, hace quinientos años. Por esta razón, es que pienso que filosóficamente se puede hablar, en relación a los pueblos que aquí había, de pueblos originarios o autóctonos; porque, comparados con los europeos, llegaron 19.500 años antes.

Y restringido a la precisión de los nombres, el apelativo indio lo pusieron los españoles por un error, ya que Colón y sus acompañantes creyeron haber llegado a la India. Nuestros pueblos originarios no se llamaban a sí mismos con esa denominación. Los pueblos autóctonos se nominan como ellos se llaman a ellos mismos. En nuestro caso, mapuches y no araucanos. Mapuches, porque en mapudungun, quiere decir hombres de la tierra y porque Arauco, era una zona del territorio que habitaban los mapuches.

Otra observación que quiero hacer es que ya no corresponde hablar de descubrimiento de América, por cuanto es otra clara manifestación del criterio eurocéntrico, que consideraba que aquí no había cultura, ignorando las altas civilizaciones de los mayas, de los toltecas-aztecas y de los quechuas-aymaras. Nosotros tenemos que hablar de hechos reales: ellos llegaron y nos conquistaron; sin embargo, como una vez dijo Pablo Neruda, con una tremenda intuición histórica: en la medida que iban conquistando, se les iban cayendo perlas, las perlas que iban dejando eran las palabras de nuestra hermosa lengua castellana.

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