domingo, noviembre 29, 2009

Memoria y aprendizaje: claves para percibir la realidad

por Eduard Punset

¿Cómo nos las arreglamos para andar por el mundo? ¿Qué instrumentos utilizamos para aclararnos en un entorno cambiante? ¿Somos conscientes de los recursos de los que disponemos? No me digan, de entrada, que la solución más cómoda es no cambiar de opinión y atenerse siempre al pensamiento heredado o adquirido. Cuando todo cambia, la manera más fácil de ser infeliz es no cambiar nunca de manera de ser o pensar. Esta obviedad la damos por asumida.

En otras ocasiones hemos apuntado al hecho de que todo comienza con una percepción del mundo exterior inexacta, que luego intentamos completar con la ayuda de la memoria y de nuestra capacidad de aprendizaje. La percepción incierta está sustentada por fenómenos físicos de los que sabemos poco: la fuerza de la gravedad, ondas electromagnéticas u ondas del sonido responsables de la velocidad a que nos movemos, el color de una puesta de Sol o el eco de un alarido.

Tras ello, viene en nuestra ayuda la memoria. Inestimable. Nos permite almacenar instantes o procesos de nuestra vida que nos sirven de precedente para no equivocarnos demasiadas veces después. A medida que avanzamos en edad, el archivo en el cerebro de lo ocurrido se enriquece de tal manera que es muy difícil no ser más feliz que en periodos anteriores. Los músculos de un septuagenario no estarán a la altura de los de un adolescente, pero la disponibilidad de recuerdos útiles es incomparablemente mayor en el caso del primero.

Ahora bien, que nadie se lleve a engaño. La memoria está bien pertrechada para darnos una idea general de lo que ocurrió y hasta de lo que puede volver a suceder; pero es tremendamente imprecisa. No sirve para el detalle, y los detalles pueden ser imprescindibles para sobrevivir en determinados momentos. Les invito a repetir conmigo el experimento que me hizo el profesor Schachter en la Universidad de Harvard (EE.UU.).

No intenten memorizar, sino simplemente familiarizarse con los siguientes quince vocablos: “caramelo”, “azúcar”, “ácido”, “amargo”, “sabor”, “bueno”, “diente”, “agradable”, “miel”, “refresco”, “chocolate”, “duro”, “pastel”, “comer”, “tarta”.

Les voy a soltar ahora una palabra y, sin mirar al listado, van a intentar contestarme si estaba o no mencionada. Contesten, por favor, sí o no. Por ejemplo: “perro”. Casi todos mis lectores habrán contestado, acertadamente, ¡no! “Perro” no figuraba en el listado. Sigamos con el experimento. Les voy a soltar la palabra “dulce”. ¿Estaba o no estaba en el listado? Una buena parte de los lectores de esta columna habrá contestado –equivocadamente esta vez– que la palabra “dulce” estaba en la lista. Falso.

No es muy conveniente, pues, fiarse de la memoria para los detalles. Nos queda –para percibir el mundo exterior o interior– nuestra capacidad de aprendizaje. No es que sea mágica, pero en los últimos años hemos aprendido cosas importantísimas a este respecto; por ejemplo, la importancia de que el aprendizaje de los humanos recién nacidos dure ocho años; entrenamiento para aprender y para imaginar. A un polluelo le bastan dos días, pero un pollito adulto no es muy inteligente. Los cuervos tardan muchísimo más y por eso son las aves más inteligentes. Nosotros tardamos ocho años y nadie nos puede ganar de mayores.

Hemos descubierto también lo que llaman “plasticidad cerebral”; es decir, la posibilidad de que nuestra experiencia personal e individualizada modifique nuestras estructuras cerebrales. Equivale a constatar que podemos aprender durante toda la vida. Podremos enseñar a gestionar, a la vez, la diversidad que genera un mundo globalizado y el denominador común de nuestras emociones básicas y universales.


Fuente: Eduard Punset

Imagen: Synapse, sharpbrains.com

No hay comentarios.: