martes, diciembre 16, 2008



NACIONES INDÍGENAS EN EE.UU



Lejos del "sueño americano"




Por Pedro Cayuqueo



En el país que constituye la primera economía del mundo, los descendientes de las primeras naciones continúan siendo víctimas del racismo y la marginación social. Conforme a estadísticas oficiales, en Estados Unidos un 37 % de la población nativoamericana muere antes de los 45 años de edad. En uno de los países con la legislación "indígena" más avanzada del planeta, las tribus se debaten entre la asimilación, la marginalidad o los paradójicos efectos de la industria de los juegos de azar. Por casi dos siglos han vivido sin ser vistos, espectadores de la propia tierra de sus ancestros, que han ocupado por 10 mil años y tal vez más a orillas del rio Delaware. Ellos han sido testigos de la muerte, la enfermedad, el despojo, el racismo y la violencia. Y muchos temían que dejando de ser invisibles correrían la misma suerte que sus abuelos. Pero siguiendo una antigua profecía, los descendientes de la Nación Lenape de Pensylvannia han decidido dejar el anonimato, salir a la luz pública y reivindicar sus derechos en la ciudad de Philadelphia, la histórica primera capital y cuna del proceso emancipador de los EE.UU. “Durante generaciones habíamos vivido con miedo”, señala a Azkintuwe, Robert Red Hawk Ruth, Jefe de los Lenape, en la inauguración de la muestra Fulfilling a Prophecy: The Past and Present of the Lenape en Pennsylvania”. “Esa era una manera fea de vivir, infectaba a toda la comunidad así que decidimos alejarnos de todo eso. Ahora decimos con fuerza que estamos aquí. Esta exhibición se llama ‘cumpliendo una profecía’ y ha sido toda una catarsis para nosotros como nación, nos ha permitido mostrarnos y también reunirnos, reencontrarnos como hermanos”.


Instalada en uno de los campus de la Universidad de Pennsylvania, la muestra incluye danzas y comidas típicas, vestimentas y recreación de ceremonias, exposición de pinturas y grabados, conciertos en vivo y exhibición de videos documentales con la historia y los desafíos de un pueblo que para sobrevivir debió volverse invisible. “Mi padre siempre me decía, no te muestres ante nadie, no le digas a nadie de donde provienes”, relata Red Hawk. Desplazados de su tierra a comienzos del siglo XVIII por los “padres fundadores” de EE.UU, los Lenape terminaron dispersos en los vecinos estados de Ohio, Wisconsin, Oklahoma, incluso más al norte, en Canadá. “Mis abuelos y los abuelos de ellos fueron de los pocos que siguieron viviendo aquí. Ellos nos inculcaron las ceremonias espirituales, nuestro idioma y cultura, pero no a la luz del día. Durante generaciones nuestros ancestros se mezclaron con europeos y afro americanos, hoy somos poco más de 300 personas aquí en Pennsylvania”, nos cuenta el Jefe tradicional. La muestra que encabeza busca visibilizarlos como nación. Y constituirse en un faro que convoque a los desplazados. “La nuestra es una historia de sobrevivencia”, resume Red Hawk.


Los Lenape son una de las 562 tribus o naciones reconocidas hoy por el gobierno de los EE.UU. Todas ellas son consideradas legalmente “entidades soberanas” como el gobierno federal y los gobiernos de los estados. Dicha soberanía se basa en el derecho al autogobierno que a las tribus les garantizó la Corona Británica mucho antes de la formación de los Estados Unidos. Luego de su declaración de independencia, el Congreso Continental afirmó la propiedad de los EE.UU sobre territorios que no habían sido parte de las colonias originales, pero reconoció la soberanía de las tribus, siendo consideradas entidades políticas separadas, externas a los EE.UU. Esto derivó en que se mantuviera el sistema de “tratados”, estableciéndose que sólo el gobierno federal (no los gobiernos locales) podía ser contraparte de las tribus. La firma del tratado con los Delaware en 1787 marcó el inicio de un período de casi un siglo en que el gobierno federal firmó más de 650 tratados con las naciones indígenas, de los cuales fueron ratificados 370. Por regla general, estos contenían cláusulas relacionadas con el mantenimiento de la paz, las relaciones comerciales, los derechos de caza y pesca, y el reconocimiento por parte de las tribus y del gobierno federal de la autoridad de cada contraparte.

“Las tribus indígenas somos consideradas como naciones dentro del país. Como tales, conservamos poderes soberanos sobre nuestra población y territorios. Más que miembros de una minoría racial, los indígenas de Estados Unidos somos pueblos con condición jurídica semejante a la doble nacionalidad. Ese es nuestro estatus legal”, señala a Punto Final, Susan S. Harjo, destacada líder de la Nación Cheyenne y directora en los años 80’ del Congreso Nacional del Indio Americano, el principal referente indígena del país del norte. No fue un camino fácil de recorrer, subraya. Y es que muchos de los tratados firmados a comienzos del siglo XIX serían violados más tarde por el gobierno federal, sobre todo tras la década de 1820, que marca el inicio del avance colonizador estadounidense hacia las tierras del oeste. Esto derivó en contiendas judiciales que llegaron hasta la Suprema Corte de Justicia, instancia que en varios procesos falló a favor de la soberanía de las tribus, sentando una jurisprudencia vigente hasta nuestros días. “El camino judicial es la principal herramienta que tenemos las tribus para reivindicar nuestros derechos”, apunta Susan. “Mucho, pero mucho más efectivo que el político”, reconoce.





Autogobierno y soberanía

A lo largo 150 años, la postura del gobierno respecto de las tribus osciló entre el reconocimiento de su soberanía y la búsqueda de su asimilación forzada. Paradójicamente, sería el polémico presidente Richard Nixon quien trazaría el camino definitivo. “Nixon, en 1971 – señala Susan- emitió una declaración sobre asuntos indígenas donde reprobó la eliminación forzosa y nos volvió a caracterizar como entidades políticas soberanas. En este marco, el derecho al autogobierno en múltiples materias quedó garantizado”. “Al menos en el papel”, aclara. En teoría, EE.UU posee actualmente uno de los marcos legales más avanzados en materia de reconocimiento de derechos indígenas del planeta. Países como Canadá, Nueva Zelanda y Dinamarca también reconocen el derecho de las naciones originarias a su territorio, recursos naturales, autoridades y sistemas normativos propios, inclusive el autogobierno. Sin embargo, solo EE.UU amplia estos derechos al punto de reconocerles doble nacionalidad. O triple, como en el caso de Susan. “Yo soy Cheyenne por parte de padre, Muscogee por parte de madre y estadounidense por lamentables circunstancias históricas”, precisa con ironía.

Si bien se trata de un sistema normativo superior incluso a la recientemente aprobada Declaración Universal de Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU y años luz de la legislación chilena, una de las más atrasadas del planeta, no todo ha sido y es color de rosas. Una constante histórica, subraya Susan, fue la violación de los tratados y ello independiente de quien estuviera sentado en la Casa Blanca. A lo largo y ancho del siglo XIX, el gobierno les quitó dos tercios de las tierras que les habían sido reconocidas como propias a fin de facilitar la expansión de los Estados Unidos hacia el oeste. “Republicanos y demócratas tienen sus manos manchadas con sangre india. A mi gente, los Muscogee Creek, hacia el año 1830 se les obligó ha abandonar sus tierras a punta de bayoneta hacia el oeste del río Mississipi”, nos relata. Susan hace referencia a uno de los capítulos más oscuros de la historia norteamericana: la marcha forzada desde el sudeste al actual estado de Oklahoma de cinco tribus indígenas (Chickasaw, Choctaw, Creek, Seminola y Cherokee), ejecutada durante las administraciones de los mandatarios demócratas Andrew Jackson y Martin Van Buren. Más de 1.200 kilómetros de infernal caminata que condenó a muerte a miles de nativos.


Se calcula que la cuarta parte de la población Cherokee pereció en la ruta, principalmente en los campamentos asolados por la disentería y otras enfermedades. En su idioma, ellos recuerdan hoy este suceso como “nunna daul isunyi”, “el camino donde nosotros lloramos”. De allí su denominación popular: “El Sendero de las Lágrimas”. Y es que la conquista y colonización del “oeste” norteamericano nada tuvo que envidiar a la conquista y colonización española siglos antes en el resto de América. O aquella que, por la misma época, ya planificaban contra el pueblo mapuche los actuales estados de Chile y Argentina, ello en el cono sur de América. Aunque la Declaración Real Británica de 1763 afirmaba que las tribus tenían títulos legales sobre sus tierras y que sólo podrían modificarse mediante tratados, la expansión de la frontera blanca fue tan implacable que esto poco se tuvo en cuenta. Un ejemplo de ello fue el Tratado de Fort Laramie (1868) entre la Nación Sioux y el gobierno estadounidense, que acordó entregarles la mitad de las tierras de Dakota del Sur. Sin embargo, luego del hallazgo de oro en las Black Hills (Colinas Negras), centro espiritual y geográfico de los Sioux, el tratado fue modificado unilateralmente desde Washington. Sin consulta ni aviso previo.


En los siguientes 20 años, el gobierno federal se apoderó de más de 90 por ciento del territorio que antes les había concedido. Para 1889, el tamaño de la reservación Sioux había sido reducido a una pequeña esquina del mapa de Dakota del Sur. “Cualquier observador objetivo tendría que decir que nuestro tratamiento de los americanos nativos ha sido una desgracia nacional”, llegó a reconocer durante su campaña el ex candidato republicano a la presidencia, John McCain, entrevistado por el Washington Post. Un poco más autocrítico, su contendor y actual presidente electo de EE.UU, el demócrata Barack Obama, calificó de “vergonzoso” el actuar de la Casa Blanca en la materia. Obama, cuya campaña concitó un masivo respaldo indígena, prometió restablecer la validez de los tratados, respaldar el autogobierno tribal e inyectar millonarios fondos a los siempre insuficientes presupuestos indios. Las tribus, en su gran mayoría, depositaron mucho más que un simple voto en esta promesa de cambio. Expectantes aguardan hoy los primeros pasos de su administración.



El caso de Leonard Peltier


En toda Norteamérica las tribus lucharon contra la ocupación de sus tierras. Desde Arizona hasta Alaska. Pero esta resistencia fue aplastada a punta de cañonazos y promesas rotas. El recuerdo persiste en la memoria. “En los tiempos modernos estas historias de atropellos se traducen en que algunas naciones indígenas mandan una carta de saludo a cada presidente nuevo. Y siempre lo llaman con el mismo nombre que daban al presidente George Washington los miembros de la Confederación Iroquese: ‘Sr. Destructor de los Pueblos’. Esto grafica cuál ha sido históricamente la relación de los nativo americanos con el gobierno”, subraya Susan. En sus palabras resuena el eco de sus ancestros. Su bisabuelo, el Jefe Bull Bear, fue uno de los principales líderes de la resistencia Cheyenne contra la opresión del gobierno de EE.UU a fines del siglo XIX. Su abuelo, Thunder Bird, un destacado artista y escritor, reconocido por mantener vivas ceremonias tradicionales de su pueblo como el Baile del Sol (Sun Dance) cuando estas fueron proscritas por las autoridades. Pero la lucha por la tierra continúa. El propio estado de Dakota del Sur está intentando trasladar tierras indígenas a manos del Estado, violando nuevamente los tratados firmados con los Sioux, también conocidos como Lakota.

Un líder rebelde de este pueblo, Leonard Peltier, es hoy el prisionero político estadounidense más conocido en el mundo. Peltier está encarcelado y condenado a doble cadena perpetua por el supuesto homicidio de dos agentes del FBI en la reserva de Pine Ridge. Peltier era un activo militante del Movimiento Indio America (AIM, en inglés), organización radical indígena que en los 70’ operó en diversos puntos de EE.UU y que, junto al Partido de los Panteras Negras, fue duramente reprimido por la administración de Richard Nixon. Encabezado por John Trudell, Russell Means y Dennis Banks, el AIM protagonizó en 1973 el conflicto armado más largo al interior de Estados Unidos desde la Guerra Civil: la ocupación de Wounded Knee, sitio histórico ubicado al interior de la reserva de Pine Ridge y donde en 1890, el Séptimo de Caballería del Ejército de EE.UU masacró a cientos de Sioux que se negaban a ser “relocalizados” en Nebraska, entre ellos decenas de mujeres, ancianos y niños.


La ocupación buscaba denunciar ante el mundo la situación de abandono, marginación y pobreza que afectaba a los Sioux. La respuesta del gobierno fue un cerco policial y militar que se prolongó por 71 días, dos activistas del AIM asesinados y el inicio de una caza de brujas que solo culminó a fines de los 70’con el AIM desarticulado y Leonard Peltier en prisión. “Leonard ha estado más de la mitad de su vida encarcelado como un símbolo de aquellos años. El fue acusado junto a otras dos personas por el asesinato de dos agentes federales, pero fue un enfrentamiento confuso, un tiroteo donde también murió un nativo. Nadie supo ni sabe aún quién disparó a los agentes, no hubo evidencia determinante en el juicio, pero aun así condenaron a Leonard”, apunta Susan, cuyo esposo, Frank Harjo, militó junto a Peltier en las filas del proscrito AIM. De allí su cercanía con el líder Sioux. “En lo personal, Leonard representa una época terrible de persecución política, pero también una época maravillosa de activismo que forma parte de mi vida y la de mi esposo. Pero nosotros queremos que él deje de ser un símbolo, nos interesa mucho más que recupere su libertad y su vida”, subraya.



Desde la ocupación de Wounded Knee, pocas cosas han mejorado para los Sioux de la reserva de Pine Ridge, la segunda más grande en extensión territorial de las 314 designadas por el gobierno de Estados Unidos como “territorios tribales soberanos”. Familias pobres en casas baratas subsidiadas por el gobierno, jóvenes que no recuerdan la historia de su pueblo y caen en la trampa de la droga y el alcohol igual que sus padres; hombres y mujeres tratando de sobrevivir sin empleo, tierras propias rentadas a rancheros blancos y perdidas para el uso de sus habitantes. Y por si ello fuera poco, administraciones corruptas que más que “autodeterminación”, solo perpetúan la dependencia económica y el control político externo. Legalmente la reservación Pine Ridge es un “estado soberano independiente” dentro del territorio estadounidense, con un gobierno indígena democráticamente electo cada dos años y al que se le otorgan casi 70 millones de dólares en pagos federales directos e indirectos para apoyar a una población de entre 20 y 30 mil habitantes. Sin embargo, todas las decisiones fundamentales sobre su destino se hacen fuera de sus límites, por la misma burocracia que utiliza gobiernos locales corruptos para reprimir voces disidentes que abogan por un cambio. La de Leonard Peltier, una de ellas.



En la primera economía del mundo, los descendientes de las primeras naciones continúan siendo víctimas del racismo y la marginación social. Conforme a estadísticas oficiales, en Estados Unidos la población nativoamericana tiene ocho veces más posibilidades de padecer enfermedades como la tuberculosis que otros ciudadanos del país y un 37% muere antes de los 45 años de edad. La tasa de suicidio es tres veces la tasa nacional, mientras que la mortalidad infantil es un 60% más alta que la del conjunto de la población norteamericana. Por su parte, las tasas de desempleo oscilan entre 50 y 80%, lo que al mismo tiempo engendra violencia, delincuencia y un elevado tráfico y consumo de drogas. El desplazamiento a centros urbanos, programado desde Washington en las décadas de los años 50’ y 60’, forzado por la pobreza en las últimas décadas, en nada ha contribuido a que las condiciones de vida de muchas tribus mejoren. En muchos casos, solo ha contribuido a aumentar la tasa de suicidios juveniles y de nativoamericanos que poblan las principales cárceles del país.



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