martes, abril 14, 2015




    Recordar a Eduardo Hughes Galeano                                                        

Por Hamlet Hermann

Comenzando la mañana del lunes 13 de abril de 2015 recibí una llamada de Cabito Gautreaux. “Tengo que darte una mala noticia: tu amigo Galeano murió hace un rato.” Entonces sentí la misma sensación que experimenté seis años atrás cuando mi hermano Dardo murió. Sentí algo así como un desconcertado desaliento mientras el ánimo me abandonaba. Corté la comunicación telefónica y reflexioné.

Sabía del pésimo estado de salud en que se encontraba Eduardo. Recordé entonces aquellos días de 2006 cuando me aparecí por sorpresa en Montevideo, al recibir la noticia de que al hermano uruguayo lo habían intervenido quirúrgicamente en un pulmón. Preparado para lo peor consideraba que con una persona tan amante de la vida como Gius, no le iba resultar fácil a la parca llevárselo consigo. Contrario a lo que esperaba, al llegar a la casa de la calle Dalmiro Costa, lo encontré dirigiendo y protagonizando una parrillada en el patio, acompañado, nada más y nada menos, que de Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina.

El olor que emanaba de los churrascos opacaba los jazmines blancos que despiden su aroma al caer la tarde. Fracasado el primer intento de la parca, pasamos los más alegres días ayudando en la preparación del concierto que presentarían aquellos geniales artistas.
Ahora, en 2015, la parca no dio tiempo a mucho. Habíamos estado en contacto directo para facilitar la recepción del premio que le concediera la Feria internacional del Libro de República Dominicana el año pasado. Pero la enfermedad se interponía y no dio tiempo para que lo entregáramos personalmente.

En febrero recién pasado, Helena nos envió las fotos que había tomado durante la visita que le hiciera Evo Morales, Presidente de Bolivia. Le entregó a Eduardo un libro en el que los bolivianos reclaman su derecho a conectar con el Océano Pacífico. Esas imágenes, nos prepararon para lo que hoy sentimos. La transformación del físico del amigo era evidencia de un fin cercano.

Ahora que ya Eduardo, Gius, Dudú o Galeano no estará más con nosotros, tendremos que refugiarnos para siempre en los recuerdos que nos dejó.

Me quedo con el recuerdo de aquella libretica en la que acumulaba las expresiones y particularidades de cuanto tenía lugar a su alrededor. Diminuta, como de tres centímetros por cada lado la desenfundaba cual pistolero del Far West, para anotar lo que sospechaba podía negarle su traicionera memoria en el momento que la necesitara. Un día, envueltos en un intercambio fraternal, califiqué algo que dijo como de poca importancia. Para expresarlo, alegué que aquello no era más que un “gadejo”. Suspendió la discusión y preguntó presuroso al tiempo que desenfundaba su arma literaria qué era eso de “gadejo”. “Ganas de joder, Eduardo, Gadejo significa en buen dominicano ganas de estropearle el momento a los demás.” Y allí quedó grabada la expresión en la minúscula libretica.

Recordaré las dedicatorias que dejó en cada uno de los libros que me enviaba tan pronto los publicaba. La frase siempre fue distinta y todas contaban con la combinación del creativo literario con el creativo dibujante. Un cariñoso texto y un trazo con tres circulitos que simbolizaba a la editora de sus obras: Ediciones El Chanchito.

Cómo olvidar que más de veinte años atrás me cambió el nombre. Para Eduardo, dejé de ser Hamlet Hermann al convertirme en Jota Jota. Razón no le faltaba. Una noche del siglo pasado, sentados en su aromático patio, hablamos de mis nombres anglo uno y sajón el otro. El origen familiar, allá por el desaparecido imperio austro húngaro. Hablamos del estoicismo necesario para llevar nombres que en la zona del Caribe nadie pronuncia como debía ser. Me han llamado de tantas maneras diferentes que respondo hasta cuando nada tiene que ver conmigo. Entonces, este uruguayo se acogió a la fonética utilizada  por un vendedor ambulante de República Dominicana y me bautizaría en lo adelante como Jota Jota, en vez de Hache Hache. Por eso en sus correos electrónicos y en sus dedicatorias todas llevan el cariño fraternal a través de dos letras: J. J.

Cómo  olvidar aquel hombre amante de la vida y sus bellezas que una noche decidió llevarnos a cenar donde “el chef de todos los chefs” uruguayos. El lugar donde los chefs de Montevideo iban a disfrutar de exquisitos platos y a discutir su  contenido y cocción con los mejores conocedores de la cocina internacional. Nos sentaríamos a lo largo de una acera, al aire libre en una noche de verano montevideano donde él oficiaría como máximo pontífice de la amistad y de la vida.

Por todo esto tendremos que acostumbrarnos a vivir solo con su ejemplo de dignidad y como defensor de todo aquello en lo que creemos los que respetamos al ser humano.

Fuente: Segunda cita (Silvio Rodríguez)

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