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por Eduardo Galeano
Nació, dicen, con una manito tatuada en el pecho.
Murió acribillado por siete balazos.
El asesino recibió cincuenta mil pesos y el grado de general de brigada.
El asesinado recibió a una multitud de campesinos, que sombrero en mano visitaron su muerte.
De sus abuelos indios habían heredado el silencio.
No decían nada, o decían:
- Pobrecito.
Murió acribillado por siete balazos.
El asesino recibió cincuenta mil pesos y el grado de general de brigada.
El asesinado recibió a una multitud de campesinos, que sombrero en mano visitaron su muerte.
De sus abuelos indios habían heredado el silencio.
No decían nada, o decían:
- Pobrecito.
Nada más decían.
Pero después, poco a poco, en las plazas de los pueblos se fueron soltando las lenguas:
- No era él.
- Otro era.
- Muy gordo lo vi.
- Le faltaba el lunar de arriba del ojo.
- Se fue en un barco, salió de Acapulco.
- En la noche se voló, en un caballo blanco.
- Se fue para Arabia.
- Por allá, por Arabia, está.
- Arabia queda muy lejos, más lejos que Oaxaca.
- Ahorita vuelve.
Pero después, poco a poco, en las plazas de los pueblos se fueron soltando las lenguas:
- No era él.
- Otro era.
- Muy gordo lo vi.
- Le faltaba el lunar de arriba del ojo.
- Se fue en un barco, salió de Acapulco.
- En la noche se voló, en un caballo blanco.
- Se fue para Arabia.
- Por allá, por Arabia, está.
- Arabia queda muy lejos, más lejos que Oaxaca.
- Ahorita vuelve.
Fuente: ESPEJOS, Una historia casi universal, Eduardo Galeano, Siglo Veintiuno, 2008.
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