PROPIEDAD INTELECTUAL
Por Óscar Calavia Sáez
En el debate sobre propiedad intelectual se enfrentan dos tipos de discursos. Uno de ellos sostiene que ella es la savia de la investigación científica. Sin una adecuada recompensa, nadie dilapidaría el ingenio y las inversiones necesarias para la innovación tecnológica. El otro rebate que la propiedad intelectual es una argucia que tiende a privatizar la naturaleza y el vasto acervo de los saberes comunes.
No queda claro dónde se sitúan, en esta contienda, esas minorías a medio camino entre
Por un lado, esas minorías son clientes pagadores de la propiedad intelectual, por medio de los medicamentos que consumen o de las semillas que son llevadas a usar en sus campos. Por el otro, podrían acceder a una riqueza notable si se les reconociese la propiedad de sus conocimientos sobre fármacos o semillas. ¿Qué sería, a fin de cuentas, más justo? ¿El uso para todos o la propiedad para cada uno? No han faltado las propuestas asimétricas que defienden al mismo tiempo un recorte de los derechos de propiedad a los colectivos tradicionales. Pero esa posibilidad encuentra serios obstáculos en el universalismo del argumento jurídico, y en una constatación sencilla: los beneficios de la propiedad disminuyen mucho cuando se deben extender a muchos.
Saberes indígenas
¿Habría algún modo de que la propiedad intelectual beneficiase colectivamente a esa minorías (a los indios amazónicos, por ejemplo)? Las dificultades no son pocas. Para comenzar, los saberes indígenas no son necesariamente colectivos y locales. Ni son, hay que subrayarlo, “naturales”. Las sociedades indígenas tienen mucho lugar para diferencias –entre grupos de parentesco, entre tipos y grados de conocimiento- y mucho lugar para la comunicación. El saber puede concentrarse en manos de determinados individuos, que generan ese saber o cuidan del que recibieron. Un mismo conocimiento, además, pertenece muchas veces a pueblos muy distintos, incluidos en estados-nación distintos. El saqueo de los saberes nativos se ha legitimado tácitamente por el supuesto de que son saberes “sin autor”. Pero el autor existe: la farmacopea indígena no es fruto de de hallazgos fortuitos, e incluso la exuberante naturaleza de la selva tiene mucho de huerto secularmente cultivado. Hay que evitar la convicción de que se legisla en el vacío. Son frecuentes dos excesos simétricos: atribuir a toda una “comunidad” un control sobre saberes que en realidad son administrados por determinados individuos o grupos, o, en sentido contrario, atribuir a una única comunidad la posesión de un conocimiento que se extiende por un conjunto étnico mucho más amplio.
Fuente: Biopiratas y biocolonialistas, Revista Humboldt 148.
Visitar: Makelawen, Farmacia Mapuche
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