TEMUCUICUI
“Señor Pérez, su conciencia”
Por Pamela Jiles
“Usted debe responder, Señor Pérez Zujovic/por qué al pueblo indefenso/contestaron con fusil./Señor Pérez, su conciencia/la enterró en un ataúd/y no limpiarán sus manos/ todas las lluvias del sur”. Así cantó Víctor Jara tras la matanza ordenada por el padre del actual ministro del Interior el 9 de marzo de 1969.
Casi cuarenta años después, sólo nos queda esperar que no se repita un episodio tan amargo, pero resulta inevitable recordar los hechos cuando observamos el celo con que ahora este otro Pérez se moviliza para apoyar al lado huinca del conflicto con los mapuches.
Temucuicui no presenta muchas diferencias con las zonas de guerra en distintas partes del mundo: puestos de vigilancia con hombres armados, controles de la fuerza pública en medio del campo, hostigamiento a los habitantes civiles, buses repletos de fuerzas especiales, tanquetas y otros transportes blindados emplazados en distintos puntos del territorio, helicópteros y protección policial permanente a las forestales, allanamientos sorpresa de día y de noche. Por orden directa del ministro del Interior buscan a “terroristas peligrosos”, “delincuentes subversivos” y “prófugos de la justicia”. Es la manera oficial de referirse a comuneros que quieren recuperar sus tierras ancestrales, hoy en manos del gran capital.
En 1969, alrededor de noventa familias pobres y sin casa ocuparon unos terrenos descampados pertenecientes a la acaudalada familia Irigoin, en las afueras de Puerto Montt, e implementaron allí unas casuchas hechas de latas, plásticos y tablas, coronadas por banderas chilenas. Sólo querían que el gobierno de Eduardo Frei hiciera una expropiación legal puesto que esas tierras estaban sin uso. Esperaban que se les concedieran allí algunas parcelas para construir modestos hogares definitivos, pero los terratenientes de la zona no estaban dispuestos a compartir sus multimillonarias riquezas con esos alzados, el ministro del Interior tenía especial obsesión por mantener a toda costa el orden público y en especial por impedir las tomas de terrenos que atentaban contra el sagrado derecho de propiedad de los latifundistas, como hoy.
Continuas inspecciones de Carabineros mantuvieron a los pobladores en tensión por una semana, aunque la fuerza pública no tenía facultades para intervenir puesto que la toma se había realizado de manera completamente pacífica y las negociaciones transcurrían de manera organizada y tranquila. La noche del sábado 8 de marzo, las mujeres hicieron dormir a sus hijos dentro de improvisadas cunas de paja en cajones de fruta. Ellas mismas se acostaron soñando con una ranchita propia donde criar a sus hijos. Los hombres distribuyeron los turnos de guardia para mantener encendido un fogón en el centro del campamento. La noche estaba tranquila y el viento sur no avizoraba lluvias en los días siguientes.
Las familias descansaron en sus chozas enclenques, sin saber que serían atacados durante la madrugada cuando todos estuvieran dormidos. Antes del amanecer, doscientos cincuenta policías fuertemente armados asaltaron por sorpresa el campamento por orden del ministro del Interior, Edmundo Pérez, y de su intendente provincial en Llanquihue, Jorge Pérez.
Aunque los pobladores fueron alertados por un precario sistema de alarma que ellos mismos habían construido con latas vacías tendidas a baja altura, no tuvieron tiempo para reaccionar frente a la desproporcionada embestida de la autoridad. La mayoría de los ocupantes intentó escapar hacia los cerros al ver la brutalidad y violencia del desalojo. No hubo resistencia de ninguna especie, pero el campamento fue incendiado, las chozas destruidas a culatazos, los efectivos policiales persiguieron a las familias y dispararon contra esa gente desarmada que trataban de escapar despavorida. Hubo cincuenta pobladores heridos, diez ocupantes murieron acribillados por carabineros, y una guagua de nueve meses falleció por efecto de las bombas lacrimógenas.
Al otro día el ministro Pérez se fue de vacaciones y su segundo de a bordo, Juan Achurra Jarrín, subsecretario del Interior, entregó la versión del gobierno: que “el sábado 8, noventa y una familias intentaron por tercera vez ocupar los terrenos de la familia Irigoin. Esta presentó una demanda y pidió la fuerza pública”. También que “el domingo 9 alrededor de ciento cincuenta carabineros, en cumplimiento de una orden de la Intendencia, notificaron a los pobladores de la orden de desalojo. Estos atacaron a carabineros con piedras. Los carabineros dispararon primero al aire y lanzaron bombas lacrimógenas que no amedrentaron a los pobladores, quienes intentaron cercar a la policía. Se produjo una lucha cuerpo a cuerpo y en la batalla cayó un carabinero herido a bala”. Y por último que “ante esta situación, carabineros debió defenderse haciendo uso de sus armas de servicio”.
Como ahora, se habló entonces de subversivos peligrosos, de alzados en armas, de malos ejemplos, de atentados contra la seguridad pública, de estado de alerta ante un inminente levantamiento. Pero los testimonios de algunos carabineros y los indesmentibles hechos, demostraban lo contrario: resultaba inverosímil que los ocupantes –la mayoría ancianos, mujeres y niños- atacaran salvajemente a las fuerzas del orden al punto de herir a uno de los efectivos; de hecho, no se registró ningún carabinero ingresado al hospital de Puerto Montt; la propia familia Irigoin declaró que había autorizado la ocupación pacífica mientras se llegaba a un acuerdo con la Corporación de la Vivienda; hasta la Juventud Demócrata Cristiana condenó la matanza y señaló como responsable al ministro del Interior. “Este nuevo acto represivo del gobierno no es sino la consecuencia de una política cada vez más alejada y contraria a los intereses populares, que necesita, para imponerse, una cuota cada vez mayor de autoritarismo”, señaló su declaración, que sería muy vigente hoy mismo.
Por esos días Víctor Jara, compuso la canción “Preguntas por Puerto Montt” en la que acusó directamente a Pérez de ordenar la masacre y luego irse de vacaciones ante las sangrientas consecuencias de su actuar.
Salvador Allende era presidente del Senado. Viajó a los funerales de las víctimas y, en sesión extraordinaria del congreso, el 13 de marzo, increpó a los parlamentarios de gobierno: “No, señores senadores, no se puede llegar a tales extremos. No se puede envilecer la política nacional, no se puede permitir la corrupción de instituciones como Carabineros, no puede convertirse ese grupo en una guardia pretoriana, no pueden estar en peligro las vidas de quienes no pensamos como ustedes”.
Hasta hoy esa carnicería sigue impune. No hay culpables ni sancionados por los asesinatos de Pampa Irigoin. Nadie fue juzgado por disparar metralla contra campesinos desarmados. Nadie recuerda a los dos adolescentes José Flores Silva y Luis Alderete Oyarce que murieron esa noche. Tampoco el anciano José Santana Chacón, que intentó proteger a las mujeres del campamento en su huida.
Me gustaría sugerir que en la próxima reunió que se haga en La Moneda para implementar la militarización de los territorios en conflicto, se recuerde por un momento a estos chilenos. Es necesario que el ministro Pérez tenga en cuenta los nombres de estas personas. Una ayuda memoria: David Montiel Valderas, Wibaldo Vargas Vargas, Arnoldo González Flores, Jovino Cárdenas Gómez, Federico Cabrera Reyes, José Aros Vera, y el pequeño Róbinson Montiel Santana, que no alcanzó a cumplir su primer año de vida. En palabras de Víctor Jara: “Muy bien, voy a preguntar, por ti, por ti, por aquel/por ti que quedaste solo/y el que murió sin saber./ ¡Ay, que ser más infeliz,/ el que mandó a disparar,/ sabiendo cómo evitar una matanza tan vil!/ Señor Pérez, su conciencia/la enterró en un ataúd/ y no limpiarán sus manos/ todas las lluvias del sur”.
Fuente: The Clinic
Casi cuarenta años después, sólo nos queda esperar que no se repita un episodio tan amargo, pero resulta inevitable recordar los hechos cuando observamos el celo con que ahora este otro Pérez se moviliza para apoyar al lado huinca del conflicto con los mapuches.
Temucuicui no presenta muchas diferencias con las zonas de guerra en distintas partes del mundo: puestos de vigilancia con hombres armados, controles de la fuerza pública en medio del campo, hostigamiento a los habitantes civiles, buses repletos de fuerzas especiales, tanquetas y otros transportes blindados emplazados en distintos puntos del territorio, helicópteros y protección policial permanente a las forestales, allanamientos sorpresa de día y de noche. Por orden directa del ministro del Interior buscan a “terroristas peligrosos”, “delincuentes subversivos” y “prófugos de la justicia”. Es la manera oficial de referirse a comuneros que quieren recuperar sus tierras ancestrales, hoy en manos del gran capital.
En 1969, alrededor de noventa familias pobres y sin casa ocuparon unos terrenos descampados pertenecientes a la acaudalada familia Irigoin, en las afueras de Puerto Montt, e implementaron allí unas casuchas hechas de latas, plásticos y tablas, coronadas por banderas chilenas. Sólo querían que el gobierno de Eduardo Frei hiciera una expropiación legal puesto que esas tierras estaban sin uso. Esperaban que se les concedieran allí algunas parcelas para construir modestos hogares definitivos, pero los terratenientes de la zona no estaban dispuestos a compartir sus multimillonarias riquezas con esos alzados, el ministro del Interior tenía especial obsesión por mantener a toda costa el orden público y en especial por impedir las tomas de terrenos que atentaban contra el sagrado derecho de propiedad de los latifundistas, como hoy.
Continuas inspecciones de Carabineros mantuvieron a los pobladores en tensión por una semana, aunque la fuerza pública no tenía facultades para intervenir puesto que la toma se había realizado de manera completamente pacífica y las negociaciones transcurrían de manera organizada y tranquila. La noche del sábado 8 de marzo, las mujeres hicieron dormir a sus hijos dentro de improvisadas cunas de paja en cajones de fruta. Ellas mismas se acostaron soñando con una ranchita propia donde criar a sus hijos. Los hombres distribuyeron los turnos de guardia para mantener encendido un fogón en el centro del campamento. La noche estaba tranquila y el viento sur no avizoraba lluvias en los días siguientes.
Las familias descansaron en sus chozas enclenques, sin saber que serían atacados durante la madrugada cuando todos estuvieran dormidos. Antes del amanecer, doscientos cincuenta policías fuertemente armados asaltaron por sorpresa el campamento por orden del ministro del Interior, Edmundo Pérez, y de su intendente provincial en Llanquihue, Jorge Pérez.
Aunque los pobladores fueron alertados por un precario sistema de alarma que ellos mismos habían construido con latas vacías tendidas a baja altura, no tuvieron tiempo para reaccionar frente a la desproporcionada embestida de la autoridad. La mayoría de los ocupantes intentó escapar hacia los cerros al ver la brutalidad y violencia del desalojo. No hubo resistencia de ninguna especie, pero el campamento fue incendiado, las chozas destruidas a culatazos, los efectivos policiales persiguieron a las familias y dispararon contra esa gente desarmada que trataban de escapar despavorida. Hubo cincuenta pobladores heridos, diez ocupantes murieron acribillados por carabineros, y una guagua de nueve meses falleció por efecto de las bombas lacrimógenas.
Al otro día el ministro Pérez se fue de vacaciones y su segundo de a bordo, Juan Achurra Jarrín, subsecretario del Interior, entregó la versión del gobierno: que “el sábado 8, noventa y una familias intentaron por tercera vez ocupar los terrenos de la familia Irigoin. Esta presentó una demanda y pidió la fuerza pública”. También que “el domingo 9 alrededor de ciento cincuenta carabineros, en cumplimiento de una orden de la Intendencia, notificaron a los pobladores de la orden de desalojo. Estos atacaron a carabineros con piedras. Los carabineros dispararon primero al aire y lanzaron bombas lacrimógenas que no amedrentaron a los pobladores, quienes intentaron cercar a la policía. Se produjo una lucha cuerpo a cuerpo y en la batalla cayó un carabinero herido a bala”. Y por último que “ante esta situación, carabineros debió defenderse haciendo uso de sus armas de servicio”.
Como ahora, se habló entonces de subversivos peligrosos, de alzados en armas, de malos ejemplos, de atentados contra la seguridad pública, de estado de alerta ante un inminente levantamiento. Pero los testimonios de algunos carabineros y los indesmentibles hechos, demostraban lo contrario: resultaba inverosímil que los ocupantes –la mayoría ancianos, mujeres y niños- atacaran salvajemente a las fuerzas del orden al punto de herir a uno de los efectivos; de hecho, no se registró ningún carabinero ingresado al hospital de Puerto Montt; la propia familia Irigoin declaró que había autorizado la ocupación pacífica mientras se llegaba a un acuerdo con la Corporación de la Vivienda; hasta la Juventud Demócrata Cristiana condenó la matanza y señaló como responsable al ministro del Interior. “Este nuevo acto represivo del gobierno no es sino la consecuencia de una política cada vez más alejada y contraria a los intereses populares, que necesita, para imponerse, una cuota cada vez mayor de autoritarismo”, señaló su declaración, que sería muy vigente hoy mismo.
Por esos días Víctor Jara, compuso la canción “Preguntas por Puerto Montt” en la que acusó directamente a Pérez de ordenar la masacre y luego irse de vacaciones ante las sangrientas consecuencias de su actuar.
Salvador Allende era presidente del Senado. Viajó a los funerales de las víctimas y, en sesión extraordinaria del congreso, el 13 de marzo, increpó a los parlamentarios de gobierno: “No, señores senadores, no se puede llegar a tales extremos. No se puede envilecer la política nacional, no se puede permitir la corrupción de instituciones como Carabineros, no puede convertirse ese grupo en una guardia pretoriana, no pueden estar en peligro las vidas de quienes no pensamos como ustedes”.
Hasta hoy esa carnicería sigue impune. No hay culpables ni sancionados por los asesinatos de Pampa Irigoin. Nadie fue juzgado por disparar metralla contra campesinos desarmados. Nadie recuerda a los dos adolescentes José Flores Silva y Luis Alderete Oyarce que murieron esa noche. Tampoco el anciano José Santana Chacón, que intentó proteger a las mujeres del campamento en su huida.
Me gustaría sugerir que en la próxima reunió que se haga en La Moneda para implementar la militarización de los territorios en conflicto, se recuerde por un momento a estos chilenos. Es necesario que el ministro Pérez tenga en cuenta los nombres de estas personas. Una ayuda memoria: David Montiel Valderas, Wibaldo Vargas Vargas, Arnoldo González Flores, Jovino Cárdenas Gómez, Federico Cabrera Reyes, José Aros Vera, y el pequeño Róbinson Montiel Santana, que no alcanzó a cumplir su primer año de vida. En palabras de Víctor Jara: “Muy bien, voy a preguntar, por ti, por ti, por aquel/por ti que quedaste solo/y el que murió sin saber./ ¡Ay, que ser más infeliz,/ el que mandó a disparar,/ sabiendo cómo evitar una matanza tan vil!/ Señor Pérez, su conciencia/la enterró en un ataúd/ y no limpiarán sus manos/ todas las lluvias del sur”.
Fuente: The Clinic
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