lunes, septiembre 29, 2008




CARLOS HERMOSILLA viene volando por la lluvia


Por Roberto Ampuero


Escarbando en una de las cajas de apuntes, libros y manuscritos que me han acompañado en mi desplazamiento por el mundo, me reencontré esta semana con un grabado de Pablo Neruda que creía haber perdido en Berlín o Estocolmo. El descubrimiento me emocionó porque coincide con la aparición de mi novela sobre el vate, porque envuelve una historia porteña de misterio y suspenso, y principalmente porque fue elaborada por un artista autodidacta admirable, de calidad superior, por un hombre que captó a través de sus grabados, dibujos y poesía la arquitectura, la geografía y el alma de Valparaíso, y también la vida de los sectores populares. Me refiero a Carlos Hermosilla.


Lo conocí en el invierno de 1984, en una noche en que llovía a torrentes, el Pacífico danzaba enardecido y sopplaba un viento aterrador. Valparaíso ni soñaba entonces con la recuperación, las restauraciones ni el alegre colorido que ha conseguido en los últimos cuatro años, y Viña del Mar tampoco era lo que es hoy. Yo acababa de volar de Berlín Este a La Habana en Cubana de Aviación, de La Habana a Lima en Aeroflot, y de Lima a Santiago en AeroPerú. Disimulaba mis puertos de embarque porque no eran tiempos para mostrar que uno venía del campo comunista. Después de cumplir en Santiago ciertos encargos, viajé a Valparaíso y le pedí a mi padre que me ayudara a ubicar al artista que yo anhelaba conocer desde mi exilio. Tres noches más tarde, en medio del temporal, y después de haber saboreado un café y el magistral arrollado que fabrican en calle Las Heras, de mi ciudad, cruzamos la Avenida España hacia Viña del Mar con la dirección del grabador en la mano.


El artista habitaba con su mujer una casita modesta, oscura y fría en Forestal. Estaba atiborrada de libros y cuadros, y olía a pintura y diluyente. Siempre he tenido la sospecha de que fui un náufrago caído del cielo para él: le sorprendió y halagó que, en medio del temporal y la noche, arribara un joven desde Berlín para saludarlo y preguntarle por su obra. Nos guió hacia las semipenumbras de su estrecha vivienda. Cojeaba y era manco, lo que mo sobrecogió. Tenía mirada penetrante, ojos intensos, y su piel arrugada apenas disimulaba los trazos de su calavera. Anadaba cerca de los ochenta, y en su rostro, bajo las mejillas mal efitadas, se conjugaban rasgos de ternura y severidad. Cuando le dije que admiraba su obra y quería comprarle algunos grabados, su mujer colocó sobre la mesa, junto a la ventana, una carpeta con grabados y dibujos. Muchos estaban hechos sobre el reverso de hojas de calendarios. Así de pobre era don Carlos. Me ofreció su arte a un precio tan bajo que me entristeció. Eran pésimos tiempos para el artista: el poder lo rechazaba por comunista, las galerías no lo exhibían y lo agobiaba la represión. Sólo tenía a su mujer, su arte, sus convicciones y mucha dignidad. Adquirí varias obras suyas. No pude comprarle más porque sentí que, al venir de Europa, le estaba ofreciendo cuentas de cristal a cambio de algo infinitamente más valioso.


Conversamos mucho esa noche en que la lluvia rasguñaba los vidrios de la ventana y el viento aullaba por la costa. Pocas veces sentí tan nítidamente la fuerza del arte en la vida real. Me contó de su vida bajo la dictadura, pero en su crítica no había amargura ni resignación, tal vez sí miedo. Pero su capacidad de resistencia estribaba en su arte y sus convicciones. Me pidió le contara cómo era vivir en un país comunista. Esperaba los detalles con ansia y un fulgor de esperanza en los ojos. Confieso que no me atreví a contarle la verdad, mi verdad, sobre el socialismo real. Como lolo, no quise despojar al anciano de su última esperanza en momentos en que estaba asediado por el régimen. Yo no podía asesinar sus ilusiones de viejo. Cuando le comenté que también había conocido al poeta Heberto Padilla, quien viviía marginado y agobiado igual que él por razones políticas inversas, guardó silencio, movió la cabeza pensativo y dijo algo así como "el poder siempre le teme al arte". Su mujer nos sirvió té y pan tostado, él me dedicó unos dibujos y, agradecido por lo que le había comprado, me regaló el grabado con el rostro de Pablo Neruda que acabo de encontrar en la caja vieja y polvorienta.


Cuando nos despedimos del gran artista chileno en desgracia y pasé con mi padre por la Avenida España viendo las luces de Valparaíso bajo la lluvia como telón de fondo, la emoción no nos dejó conversar. Mi padre conducía callado, yo apretaba las hojas que el maestro había envuelto en un periódico. Años más tarde, cuando volví a Chile en democracia, Carlos Hermosilla había muerto. Llevándose, desde luego, el pago de Chile consigo: no ganó el Premio Nacional de Arte. La historia reciente y el centralismo se confabularon en su contra. ¿Saben? No creo que ese grabado de Pablo Neruda haya emergido por casualidad ahora en mi caja de cartón.



Nota: Roberto Ampuero es novelista, académico del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Iowa, Estados Unidos, e Hijo Ilustre de Valparaíso.




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