Del sentido común, la ideología y los mitos…
Por Luis d’Aubeterre
Contrariamente a la acepción peyorativa oficial que presenta al sentido común como la confluencia de supersticiones y prejuicios carentes de valor, lo hemos conceptualizado como un proceso-producto dialógico de hermenéutica social (Gadamer, 1979), característico de la función psicosocial de las prácticas discursivas, a saber: producir, generar, inventar significados y representaciones actuales que permitan hacer congruentes, asimilables, familiares y manejables los eventos que acaecen en los espacios (privados y públicos), de la vida social. Consecuentemente, el sentido común es una modalidad social de producción de conocimientos, vale decir, de instrumentos teórico-prácticos gracias a los cuales se elaboran respuestas más o menos eficaces para resolver múltiples problemas cotidianos (familiares, económicos, morales, de salud, mágico-religiosos, existenciales, etc.), que posibilitan: a) tanto una adecuada interacción de las personas con los demás a través de sus prácticas sociales (reales, simbólicas e imaginarias), como también b) la reproducción histórica de los modos de relación social que propician la continuidad del poder y el dominio que ejercen grupos minoritarios sobre la mayoría de las personas.
Desde esta perspectiva psicosocial discursiva, proponemos definir el sentido común como una dimensión transdiscursiva cargada de toda la sedimentación de sentidos que las palabras y las expresiones populares han ido y continúan atesorando, adecuando y transformando a lo largo de la historia de la lengua y hablas de cada sociedad, asimilando y adaptando materiales tan diversos como pueden serlo: las afirmaciones oficiales, los juicios y dogmas religiosos, los saberes (instituidos o difusos, legales o proscritos), la historia (oral y oficial), los chistes, juegos, chanzas y chismes, las informaciones de los noticieros, las letras de las canciones de moda, la propaganda política, los mensajes publicitarios, etc. Toda esta carga particularmente heteróclita y contradictoria de contenidos semánticos ligados: tanto a las palabras y sus significados movilizados por la lengua que hablan las personas, cuanto al discurso oficial de las instituciones y al discurso público que generan los medios de comunicación social, permite suponer que el sentido común sea un terreno especialmente fértil para la ideología. En este sentido, coincidimos con Billig (1988,1991) al afirmar que los recursos teóricos de que dispone el sentido común son productos de la ideología, aclarando que la ideología no es reproducida por las personas como un sistema cerrado y unívoco que permite hablar (hacia “afuera” y hacia “adentro”), sobre el mundo; sino, más bien como un sistema incompleto de “paquetes” de temas contradictorios que permiten continuamente la discusión, la argumentación y la solución temporal de las contradicciones (“dilemas”) de la vida cotidiana.
Si como afirmamos, el discurso de la ciudad es el del sentido común, tenemos entonces que, para entender la dinámica propia de este discurso, resultaría indispensable analizar el papel que juega la ideología en la construcción del conocimiento social compartido como verdad obvia y natural, sobre-entendida por “todos” como un transitado lugar común.
El uso del concepto de ideología(1) por los psicólogos sociales ha sido, como indica Montero (1991, 1994), muy escaso “marginal y ambiguo” y ha privilegiado (sobre todo en la literatura anglosajona, vgr.: Brown, 1973; Eysenck y Wilson, 1978; Shils, 1986), una acepción “neutra” del término. Montero (1994: 129-130), establece siete líneas definitorias del concepto ideología dentro de la psicología social contemporánea: a) “conjunto de ideas”; b) “tendencia evaluativo que orienta la conducta política”; c) “concepto integrador de carácter cognoscitivo”; d) “falsa consciencia”; e) “forma de perturbación de la comunicación”; f) “mecanismo de defensa social (…) forma de racionalización colectiva”; y g) “producto de procesos cognoscitivo que naturalizan, familiarizan lo que es ajeno y extraño al individuo y a sus intereses”.
Por nuestra parte, proponemos definir la ideología como un sistema discursivo prescriptito sesgado, que impone como condición retórica, un bloqueo a la discrepancia argumentativa por la vía de la distorsión interesada de lo que dice, en función de preservar intereses y poder de grupos socialmente dominantes. Así pues, al enunciar fragmentariamente el discurso de la ideología, el individuo la asume de manera más o menos inconsciente, como cosa propia y, dialógicamente, se convierte en sujeto y agente activo del discurso ideológico que construye un relato intencionalmente falsificador de la realidad, posicionándolo en una red de relaciones y de sentidos que prescriben, delimitan y naturalizan roles, atributos, privilegios, expectativas, etc., ligadas al ejercicio del poder.
En este sentido, asumimos el supuesto teórico según el cual todas las formas de cognición social (creencias, valores, representaciones sociales, opiniones, prejuicios, mitos, etc.), están vinculadas de múltiples formas con la ideología y el sentido común. Esto implica que, según una curiosa dialógica, somos y no somos dueños de nuestras palabras y pensamientos. En parte a ello se refiere también la noción de transdiscursividad; entendiendo que todas las producciones discursivas de la gente cuando habla, conversa, escribe, piensa, compone poemas, delira, insulta o chismea, se constituyen a partir de los cruces de grandes matrices discursivas de diverso género (moral, educativo, médico, religioso, económico…), las cuales no son autónomas o aisladas en sí mismas, sino que a su vez requieren/contienen/ apelan a otros discursos para componer las cadenas de significantes actuales que cada quien emite según sus necesidades argumentativas. En síntesis, a pesar de que cada acto de discurso es nuevo, cuando hablamos no creamos nuestra propias palabras, sino que estamos repitiendo una gran cantidad de signos verbales, significados, metáforas, etc., que a su vez configuran las verdades obvias del sentido común y de la ideología.(2)
Ahora bien, lo que encontramos en el análisis de las producciones discursivas de la gente, de las instituciones y de los medios, no es un corpus ideológico coherentemente estructurado, más bien, son retazos hilvanados de afirmaciones que llegan a tomar la forma, sea de una configuración ideológica, sea de una configuración mitológica. Definimos las configuraciones discursivas (d’ Aubeterre, 2001: 129-131), como una construcción semántica implícita a las creencias que son emitidas; ellas emergen del análisis del discurso, una vez que se identifican las estrategias retóricas, la intencionalidad y las agencias que imprimen sentido a las afirmaciones de la gente, para tratar de convencer a los demás. Generalmente, las configuraciones discursivas no tienen un aspecto formal imperativo, antes por el contrario, son sugeridas de forma más o menos sutil, como una suerte de relato o narrativa posible, latente. Su función en el discurso es la de insinuar una cierta idea o representación respecto a la realidad de la cual se habla.
Las configuraciones ideológicas, sin llegar a constituir una ideología (en tanto sistema discursivo prescriptito y sesgado), se nutren de discursos que sí lo son. Ellas son argumentaciones sobre-entendidas que operan perneando la materialidad de los hechos, eventos, cosas, personas y objetos, haciéndolos parecer como cosas homogéneas, sin irregularidades ni brillo propio, abstraídas de las contingencias históricas que imponen el tiempo y el lugar que ocupan/ocuparon. Las configuraciones ideológicas resemantizan la realidad discursiva, transmutando los hechos de vida socio-política en objetos aislados, vaciados de su situación histórica original, que adoptan la forma de creencias sobre la realidad, cuya función es preservar los intereses particulares de grupos que ostentan posiciones de poder en una sociedad, tiempo y lugar determinados. Las configuraciones mitológicas, son narrativas implícitas a las creencias que se expresan y que adquieren bien sea la forma de un relato de orígenes (Eliade, 1978), o bien la de un “discurso truqueado”(3)(Barthes, 1970). Sin llegar a ser un mito, estas configuraciones sugieren una pretensión de verdad natural respecto a un “objeto” que se afirma creer verdadero o real (independientemente de que lo sea o no), sobre el cual se confecciona intencionalmente (aunque no siempre de manera consciente para quien la emite), una historia imaginaria que se nutre de hechos, personajes, situaciones, etc., pero vaciándolos de sus significaciones socio-políticas, económicas e históricas. En lugar de ello, el “objeto” de las configuraciones mitológicas se reinventa como algo ahistórico, inocente y natural.
NOTAS:
(1) Los desarrollos clásicos de Marx y Engels (1841, reedic. 1966), partían de un principio simple: puesto que la clase dominante en una sociedad determinada, posee los medios de producción material, igualmente ella dispone de los medios de producción espiritual. De esta manera, las ideas, pensamientos y representaciones dominantes no serían más que la expresión ideológica de las relaciones materiales dominantes concebidos bajo la forma de pensamientos. Posteriormente, Marx y Engels maduran y amplían este concepto de ideología concebido como “un proceso que el pensador desarrolla conscientemente pero con una falsa consciencia. Las fuerzas motrices que lo ponen en movimiento le son desconocidas; de otra forma ello no sería un proceso ideológico”…
(2) Al respecto son muy ilustrativos los resultados obtenidos en un estudio en curso sobre la construcción discursiva de las identidades grupales de los jóvenes de ambos sectores de Ciudad Guayana (San Félix y Pto. Ordaz). Observamos que uno de los nucleadores semánticos discernible entre las creencias negativas de los participantes de San Félix es el futuro “comprometido” de Guayana, en función de 2los jóvenes ociosos”, “sin poder trabajar y estudiar”; lo cual sugiere una creencia implícita: “los jóvenes de San Félix no tenemos futuro.. En contraste, las creencia emitidas por los jóvenes de Pto. Ordaz fueron enfáticas y muy radicales respecto a lo que les diferencia del Otro: “nosotros somos superiores a ellos en todo: en lo económico, en lo intelectual y en lo cultural…, lo cual resultó coherente con las creencias racistas que fueron emitidas al construir su otredad referencial: “la gente de San Félix”, “los sanfelucos…; la gente de San Félix es como los negros: una raza inferior a la blanca”…
(3) Debido a su complementariedad, decidimos adoptar ambas definiciones de mito: para Eliade (1978), “el mito siempre dice cómo algo ha nacido” en un tiempo primigenio, ahistórico; mientras que Barthes (1970: 220-243), define el mito contemporáneo como “un sistema ideográfico” que se percibe como una “palabra inocente”, no porque sus intenciones sean ocultas, sino porque ellas son deformadas y naturalizadas.
Fuente: Luis d’Aubeterre, Ciudad, Discursividad, Sentido Común e Ideología: un enfoque psicosocial de la cotidianidad urbana. Espacio Abierto, abril-junio, año/vol.12, número 002. Asociación Venezolana de Sociología. Maracaibo, Venezuela, pp. 169-182
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