Por José Alejos García
La identidad se ha convertido en un tema central de las discusiones contemporáneas en ciencias sociales, al vincularse a una cuestión crítica de la agenda de una multiplicidad de movimientos sociopolíticos, particularmente de las reivindicaciones feministas, étnicas, nacionales y antiliberales. El temor a la pérdida de identidad propia, o a ser objeto de la imposición de identidades ajenas anima las más heterogéneas reacciones individuales y colectivas.
Una búsqueda a veces casi desesperada de identidad aparece como una respuesta ante los cambios vertiginosos del mundo actual, una reacción a los procesos de globalización que experimenta buena parte del planeta. Sin embargo, ante este escenario, las ciencias sociales se muestran poco preparadas para enfrentar los retos teóricos y metodológicos planteados por la emergencia de esta nueva temática. En particular la antropología parece necesitar con urgencia instrumentos conceptuales más precisos y ajustados a las realidades cambiantes. Y es que no es suficiente hablar de la identidad de un grupo y mostrar aspectos de la misma mediante datos fácticos para entender el fenómeno, si se carece de una clara visión teórica para su comprensión. Un problema epistemológico vinculado a esta situación consiste en que el concepto identidad proviene de un campo más amplio del conocimiento científico, el de la filosofía concretamente. En efecto, la antropología, al igual que ocurre con otras disciplinas, se alimenta activamente de la filosofía, sin que muchas veces se reconozca esta filiación, ocurriendo entonces que se utilicen conceptos de manera poco rigurosa, sin el pleno reconocimiento de su significado en el interior de la concepción filosófica de origen. El problema se complica al considerar que en el interior mismo de la filosofía se encuentran doctrinas de pensamiento divergentes, con concepciones de mundo diversas, en donde el concepto de identidad adquiere por lo mismo significados contrastantes.
El positivismo es una de las doctrinas filosóficas que ha influido profundamente en el pensamiento contemporáneo, y cuya concepción de la identidad se encuentra fuertemente instalada en las ciencias sociales y en la sociedad en general. Se trata de un concepto que busca la identidad del ser, en su interioridad, en su esencia, en su materialidad. La identidad aparece así como un fenómeno cuya definición se centra en la esencialidad del ser, y en donde lo exterior, la otredad, se entiende como algo ajeno, que no participa en la identidad de aquel, o en donde aparece como un referente de contraste, como aquello que no se es. Entendida de esa manera, la identidad de una persona o de un grupo social se reduce a lo propio, al ser en sí mismo, y la búsqueda de su comprensión o de su explicación se limita igualmente al descubrimiento de los componentes propios, a lo “observable empíricamente”, excluyendo por principio lo perteneciente al otro.
Pero, a pesar de la vigencia de esa concepción positivista de identidad, convertida ya en una especie de verdad de sentido común, la misma es objeto de severos cuestionamientos en el pensamiento crítico contemporáneo. La identidad está siendo considerada ahora en su complejidad en tanto que fenómeno social, como un efecto de la multifacética relación entre yo y el otro, entendidos ambos términos como abstracciones de orden general1. El otro, la alteridad, viene a ser reconocido como un participante necesario de la identidad del yo, cuya presencia es mucho más compleja que la de oposición o contraste.
Se trata de una nueva visión de la identidad, relacional en el sentido descrito, pero asimismo relativa, en la medida en que no se trata de un fenómeno estático ni permanente, inmutable a los cambios del entorno, sino por el contrario, dependiente de la situación específica de la interacción, la cual incluye por supuesto, las otredades concretas2. Esto quiere decir que la identidad de un individuo o de un grupo social no la conforman esencias inalterables, ni elementos absolutos, fijos. Todo esto no invalida la existencia de ordenamientos sociales y estabilidades de sentido de largo plazo, que permiten la comunicación social, siendo la lengua y la mitología buenos ejemplos de ello.
Los mayas, se sabe, son una realidad objetiva. Así se nombra a los miembros de una cultura específica que habitan actualmente en varios países del área mesoamericana, mayoritariamente en Guatemala.3 Desde los huastecos del oriente de México hasta los grupos extintos de la selva petenera, los estudios antropológicos han llegado a reconocer en todos ellos un conjunto de elementos, como las costumbres, hábitos de vida, el lenguaje y la religión, que permiten considerarlos como grupos étnicos pertenecientes a una misma cultura.
Pero así también, “los mayas” son una categoría lingüística y cultural presente en múltiples discursos y llena de significados extremadamente diversos. Esta es una de esas categorías antropológicas que, al igual que otros términos, conceptos e ideas, interesantes para el pensamiento y la discusión científica, posee una densa carga semántica. Pero esa complejidad semántica resulta ser con mucha frecuencia el origen de múltiples ambigüedades, de manipulaciones, de falsas interpretaciones e incluso de serias distorsiones de la realidad social y cultural.
En las diversas polémicas sobre los mayas se encuentran concepciones y temáticas especializadas, que nutren y de las que se nutren tanto los investigadores mayistas como la opinión pública en general. Pensemos en temas como “los orígenes de los mayas”, “la escritura jeroglífica maya”, “el colapso maya” o “los refugiados mayas” y nos daremos cuenta que, en efecto, al hablar de los mayas se puede estar nombrando a sujetos distintos y significando con ello cosas muy diferentes. “
Notas
1Esto quiere decir que ambos términos pueden referir, según el caso, a entidades singulares o plurales, femeninas o masculinas, humanas, naturales, reales o ficticias, etcétera.
2Véase en especial la filosofía antropológica de M. Bajtín (1982, 2000), así como autores “dialógicos” que trabajan esta perspectiva: Alejos García (1999), Eriksen 1993, Taylor (2001), Tedlock y Mannheim (1995) entre otros.
3Aunque no existan datos censales precisos al respecto, se sabe que la población maya sumaba más de cinco millones para 1983, cuatro quintas partes en Guatemala y el resto distribuido en orden descendente en México., Belice y Honduras. En las últimas dos décadas, decenas de miles de indígenas mayas han sido asesinados junto a tantos otros conciudadanos, víctimas de las políticas genocidas en Guatemala, lo que ha provocado un masivo desplazamiento interno y el éxodo de cientos de miles de guatemaltecos a otros países, quienes se han refugiado principalmente en México, Estados Unidos y Canadá.
Fuente: Pensamiento Crítico
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