La vuelta al estado de naturaleza
por Cristóbal Bellolio
Se asocia a Hobbes la idea de que "el hombre es el lobo del hombre". En un mundo sin autoridad, la incertidumbre y el miedo llevarían al ser humano a atentar inexorablemente contra sus semejantes. El francés Rousseau, por el contrario, sostendría tiempo después que la sociedad política moderna es la culpable de corromper a un hombre que nace libre y bueno. ¿Cuál de los dos estaba en lo cierto respecto de la humanidad en estado de naturaleza?
Me hago esta pregunta mientras veo los programas dedicados al terremoto. Se debaten entre los informes de saqueos y los llamados a cooperar. Los primeros son casi aterradores. Turbas arrasando con supermercados e incluso casas de sus propios vecinos. No sólo se están llevando alimentos o insumos básicos, sino también computadores, televisores plasma y litros de alcohol. ¿De verdad necesitan eso para sobrellevar la catástrofe? La cosa se pone color de hormiga cuando los legítimos dueños se defienden a punta de pistola. Hasta nuestro sofisticado liberalismo aplaude el toque de queda y la voz de la calle clama por mano dura: ¡Que los milicos corran bala! Una imagen "dantesca" (palabra preferida por el periodismo criollo) muestra un local comercial de Concepción ardiendo entre las llamas. Minutos antes había sido asaltado por un lote que seguramente se sentía con el derecho a la piromanía en medio de la anarquía. Cotrastando con el proverbial discurso de la solidaridad chilena ante la adversidad, forjado entre los matinales y los lugares comunes del chauvinismo, veo que sale a la luz lo peor de muchos compatriotas. Hay de todo menos solidaridad en el pillaje. Es la expresión pura de la regresión.
Podrán encontrarse atenuantes: hay quienes lo perdieron todo y están buscando una compensación a como dé lugar. La desesperación por proveer a la propia familia es un móvil tan comprensible como poderoso. La figura del hurto famélico, sin ir más lejos, no está penada por la ley. Este se aplica en caso de hambre insuperable cuando se apropia de un bien ajeno siempre que sea comestible, no se aplique violencia ni se lleve más de lo necesario, entre otras condiciones. Casi ninguna de ellas se verifica en los reportes televisivos. Una señora con un microondas en la mano respondió muy campante: "¿y qué? Si todos lo hacen".
También merecen análisis crítico aquellos que se aprovechan de la desgracia ajena para lucrar desproporcionadamente. El mercado no tiene por qué someterse a consideraciones éticas ni religiosas, eso lo sabemos. La ley de oferta y demanda enseña que los bienes que comienzan a ser más requeridos suben su cotización. Por eso salir a la calle a vender agua a precios exorbitantes hace del oferente un excelente comerciante pero un mal ciudadano. Sabe que no se encuentran sustitutos para su producto y que los más pobres, generalmente los más golpeados por la destrucción, no tendrán cómo pagarlo. Otro tanto, que suele producirse en el otro lado de la escala social, sucede con el acaparamiento de bienes. La compra excesiva de bienes básicos es perfectamente legal, pero nuevamente recae una nota de reproche ético en el sobreabastecimiento a sabiendas que implica que otras familias se quedarán con las manos vacías. Ambas situaciones se parecen porque en ellas desaparece la verdadera conciencia social. Esta no consiste en campañas de acción social o de responsabilidad empresarial, sino con comprender que vivimos en un sistema integrado con más personas iguales en dignidad. Ni siquiera exige de nosotros un esfuerzo adicional de generosidad, sino un trato justo, tal como aquel que nos gustaría recibir a nosotros en el mismo estado menesteroso.
Mientras veo como las tanquetas del ejército recorren el centro penquista para asegurar el orden vuelvo a preguntarme por los motivos de orgullo nacional. Las colectas parroquiales ayudan. Los teletones faranduleros ayudan. Las cuentas especiales en los bancos ayudan. Una pega bien hecha por parte del gobierno ayuda enormemente. Pero si falla el elemento humano en la base, ufanarse de nuestro buen corazón suena a sensiblería hipócrita. En territorio chileno, Hobbes le está ganando la batalla a Rousseau.
Fuente: The Clinic
Fotografía: Roberto Candia (AP)
Me hago esta pregunta mientras veo los programas dedicados al terremoto. Se debaten entre los informes de saqueos y los llamados a cooperar. Los primeros son casi aterradores. Turbas arrasando con supermercados e incluso casas de sus propios vecinos. No sólo se están llevando alimentos o insumos básicos, sino también computadores, televisores plasma y litros de alcohol. ¿De verdad necesitan eso para sobrellevar la catástrofe? La cosa se pone color de hormiga cuando los legítimos dueños se defienden a punta de pistola. Hasta nuestro sofisticado liberalismo aplaude el toque de queda y la voz de la calle clama por mano dura: ¡Que los milicos corran bala! Una imagen "dantesca" (palabra preferida por el periodismo criollo) muestra un local comercial de Concepción ardiendo entre las llamas. Minutos antes había sido asaltado por un lote que seguramente se sentía con el derecho a la piromanía en medio de la anarquía. Cotrastando con el proverbial discurso de la solidaridad chilena ante la adversidad, forjado entre los matinales y los lugares comunes del chauvinismo, veo que sale a la luz lo peor de muchos compatriotas. Hay de todo menos solidaridad en el pillaje. Es la expresión pura de la regresión.
Podrán encontrarse atenuantes: hay quienes lo perdieron todo y están buscando una compensación a como dé lugar. La desesperación por proveer a la propia familia es un móvil tan comprensible como poderoso. La figura del hurto famélico, sin ir más lejos, no está penada por la ley. Este se aplica en caso de hambre insuperable cuando se apropia de un bien ajeno siempre que sea comestible, no se aplique violencia ni se lleve más de lo necesario, entre otras condiciones. Casi ninguna de ellas se verifica en los reportes televisivos. Una señora con un microondas en la mano respondió muy campante: "¿y qué? Si todos lo hacen".
También merecen análisis crítico aquellos que se aprovechan de la desgracia ajena para lucrar desproporcionadamente. El mercado no tiene por qué someterse a consideraciones éticas ni religiosas, eso lo sabemos. La ley de oferta y demanda enseña que los bienes que comienzan a ser más requeridos suben su cotización. Por eso salir a la calle a vender agua a precios exorbitantes hace del oferente un excelente comerciante pero un mal ciudadano. Sabe que no se encuentran sustitutos para su producto y que los más pobres, generalmente los más golpeados por la destrucción, no tendrán cómo pagarlo. Otro tanto, que suele producirse en el otro lado de la escala social, sucede con el acaparamiento de bienes. La compra excesiva de bienes básicos es perfectamente legal, pero nuevamente recae una nota de reproche ético en el sobreabastecimiento a sabiendas que implica que otras familias se quedarán con las manos vacías. Ambas situaciones se parecen porque en ellas desaparece la verdadera conciencia social. Esta no consiste en campañas de acción social o de responsabilidad empresarial, sino con comprender que vivimos en un sistema integrado con más personas iguales en dignidad. Ni siquiera exige de nosotros un esfuerzo adicional de generosidad, sino un trato justo, tal como aquel que nos gustaría recibir a nosotros en el mismo estado menesteroso.
Mientras veo como las tanquetas del ejército recorren el centro penquista para asegurar el orden vuelvo a preguntarme por los motivos de orgullo nacional. Las colectas parroquiales ayudan. Los teletones faranduleros ayudan. Las cuentas especiales en los bancos ayudan. Una pega bien hecha por parte del gobierno ayuda enormemente. Pero si falla el elemento humano en la base, ufanarse de nuestro buen corazón suena a sensiblería hipócrita. En territorio chileno, Hobbes le está ganando la batalla a Rousseau.
Fuente: The Clinic
Fotografía: Roberto Candia (AP)
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