La ética del idioma
El gran peligro es que el discurso del odio se imponga en el espacio cibernético
por Enrique Krauze
En el monasterio de Yuso, en San Millán de la Cogolla, venerable cuna
del español, tuvo lugar en mayo el IX Seminario Internacional de Lengua
y Periodismo sobre El español del futuro en el periodismo de hoy.Convocado
por la Fundación Fundéu BBVA, lo inauguró la entonces princesa Letizia,
quien resaltó la importancia del rigor en el quehacer periodístico.
Hubo excelentes intervenciones, discusiones originales, y una visita a
las bodegas del “bon vino”, que ya celebraba Gonzalo de Berceo.
Mi intervención fue una aproximación a ciertas preguntas acuciantes,
cuya eventual respuesta no es (sola, ni principalmente) asunto de
corrección gramatical, claridad del estilo o elegancia expresiva:
pertenece al universo de la ética. Como un Cristóbal Colón verbal e
intelectual, nuestra lengua se ha adentrado en un territorio sin
cartografías seguras: el océano verbal de Internet. ¿En qué lugar nos
encontramos? ¿Llegaremos a puerto seguro? ¿Nos espera en el futuro una
conversación creativa que exprese la realidad, por más compleja que sea,
la mejore y la libere, o un retorno maléfico —opresivo, empobrecedor— a
la Torre de Babel?
Todos (o casi todos) estamos embarcados en esta travesía. No por
casualidad se acuñó el término “navegar” para la operación de
aventurarse en la Red. Navegamos en ella para comunicarnos con
familiares, con amigos reales y virtuales; navegamos para atrapar
noticias, curiosidades, imágenes; navegamos para emitir opiniones, para
recibirlas, para participar en la plaza pública. Al navegante creativo,
al que no espera solo la información sino que discurre sus propios
mapas, se le abren inmensas posibilidades de expandir la realidad (y la
conciencia de la realidad). Y para el emisor de información, las
potencialidades de esta era pueden ser, ya son, generosas y múltiples.
Pero no nos deslumbremos demasiado con la revolución de la que
formamos parte porque, como todas las revoluciones, puede terminar
creando monstruos y devorando a sus hijos. Hay peligros de toda índole
en esta travesía. Aquí me importa referirme a los peligros morales: el
riesgo de que esta conversación universal se degrade por falta de un
código ético que, respetando la libertad de expresión —madre de todas
las libertades— introduzca un mínimo de respeto y racionalidad en ese
mar que, por su potencial violencia, puede ahogarnos a todos.
No son pocos ni triviales los vicios éticos en los que se incurre en
el uso de las redes, ya sea en los comentarios al pie de un texto
periodístico o en las interpelaciones anónimas en Twitter o Facebook. No
me refiero a la violencia verbal, triste pero inevitable. Hoy leemos lo
que antes sólo se musitaba en el silencio. La gente maldice, la gente
insulta. Hay algo sano en ese desahogo, algo liberador, sobre todo en
pueblos como los nuestros, habituados a callar y obedecer, no a opinar o
disentir sobre los asuntos públicos. Ahora vivimos la abolición de las
viejas jerarquías, el debilitamiento de las burocracias, la posibilidad
real de una comunicación horizontal entre el ciudadano común y el
encumbrado. Fuenteovejuna en la Red.
Pero leamos con más detenimiento otros tipos de violencia que van más
allá de la justa o injusta indignación, de la protesta legítima y
airada, de la maldición tan antigua como la Biblia. La travesía se
adentra en zonas oscuras: los dominios de la mala fe.
El mar encrespado al que aludo es el llamado “discurso del odio”. Sus
armas son muy conocidas, y pueden ser letales. Ante todo, la mentira y
la calumnia, cuyo ominoso profeta fue Goebbels: “Repite una mentira mil
veces y se volverá verdad”. Contamos, claro, con el recurso de la
réplica instantánea en la Red, pero ¿qué ocurre cuando el discurso del
odio va más allá, cuando se convierte en una incitación abierta o tácita
a la violencia? Sucede cada vez más, el tránsito de la violencia verbal
a la violencia real. Las redes pueden convocar movilizaciones
pacíficas, liberadoras; también pueden atizar hogueras.
¿Cómo hacer frente al discurso del odio, veneno moral de nuestro
tiempo? Ante todo, es preciso analizarlo con claridad, entender su
naturaleza, medir sus efectos. A partir de allí establecer un diálogo
con las grandes corporaciones que proveen estos servicios para que ellas
mismas discurran soluciones inteligentes e impidan que sus creaciones
se conviertan en los Frankenstein del siglo XXI. Importa también alentar
el debate jurídico sobre el tema. No es sencillo. Potencialmente
compromete a la libertad de expresión, que es un valor cardinal de
Occidente. Pero sabemos por la experiencia del siglo XX los estragos a
los que lleva la prédica del odio.
El discurso del odio no solo se finca en la mala fe. Si así fuera,
sería más sencillo combatirlo. Se finca a veces en la simple fe,
exacerbada al extremo de la intolerancia por los fanatismos de la
identidad, ya sea religiosa, racial, nacional, ideológica.
Y por si fuera poco, asociados en ocasiones a esos antiguos
fanatismos que han resurgido en nuestros días están los malos hábitos
intelectuales. En la Red, es verdad, uno encuentra ejemplos de crítica
dura, implacable, irreductible, acaso injusta o arbitraria, pero
mínimamente fundamentada, racional. No obstante, lo que por desgracia
prolifera es la mala crítica, hija de la mala fe. Sus vicios no son
privativos de nuestros países ni de nuestra lengua. Están en todas
partes. Pero es importante identificarlos, porque son el herramental del
discurso del odio.
Cada categoría merece un análisis de fondo. Está el “doble rasero”
para juzgar los hechos, tan antiguo como el Evangelio, que por ver la
paja en el ojo ajeno, no ve la viga en el propio. Está la “homologación”
de hechos no homologables (como el uso vulgar de la palabra “genocidio”
que acaba por privar de sentido a los verdaderos genocidios). Están a
la mano —omnipresentes, vastas y tan fáciles— las teorías de la
conspiración, que en 140 caracteres explican el mundo por la oscura
acción de los malos. Está el reduccionismo ramplón, las cortinas de humo
que ocultan la verdad, las tontas simplificaciones, las absurdas
exageraciones, el victimismo paranoico, el tentador maniqueísmo, el
ataque ad hóminem.
¿Qué hacer frente a esta fauna que enturbia el presente y amenaza el
futuro de nuestra navegación? ¿Cómo dotar a nuestra lengua, en el
espacio cibernético, de valores tan esenciales como la transparencia, la
claridad, la tolerancia y el rigor?
Un remoto bisnieto de España, de aquella España que se llamó Sefarad,
anticipó algunas respuestas. Me refiero a Benedicto de Spinoza.
Descendía como se sabe de aquellos judíos expulsados de España en 1492,
para quienes la lengua española se volvió tan entrañable que la
seguirían usando y añorando a través de los siglos. Este filósofo
universal que vivió en tiempos similares a los nuestros —tiempos de
fanatismo, tiempos de odio— predicaba en sus libros una “enmienda
intelectual” basada en el examen “claro y distinto” de las pasiones como
vía para comprenderlas y explicarlas, y derivar de ese conocimiento la
genuina libertad. Esa es, me parece, la cartografía que necesitamos
dentro y fuera de la Red: una enmienda intelectual para nuestro tiempo.
Fuente: elpais.com
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