miércoles, septiembre 23, 2009



Eran las diez y media de la noche del 23 de septiembre de 1973.



Matilde abrió la maleta que había preparado para el viaje a México. Sacó la chaqueta a cuadros favorita, una camisa escosesa, y le enrolló un pañuelo de seda roja alrededor del cuello. El médico había dicho que si no sobrevenía un imprevisto, podía vivir cinco o seis años más. Teruca Hamel la ayudó a vestirlo completamente. Porque era un hombre que moría con los zapatos puestos. Las dos salieron para comunicar la noticia de la muerte por teléfono. Cuando volvieron, Pablo no estaba. Salieron corriendo. Lo buscaron en la planta baja. Tampoco lo encontraron. Se fueron al sótano. Vieron un rótulo: "Capilla". Estaba oscuro. No había nadie. Momentos después, entre ruidos de ruedas y chillidos metálicos, lo vieron venir por el pasadizo. Entró a la capilla y el enfermero le dijo: "Señora, está prohibido quedarse aquí." Matilde les gritó: "¡Pueden irse! ¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí!" Reclinó su cabeza sobre la de Pablo. Alguien entró de puntillas. Era Laurita. No lo velaban en una pieza, sino en un corredor.

Cerca de la medianoche, un locutor había dicho por radio: "El poeta Pablo Neruda se encuentra en estado agónico y se estima que no pasará la noche. Hay prohibición absoluta de visitarlo en la Clínica Santa María, donde se encuentra."

Al día siguiente, cuando se levantó el toque de queda, y comenzaron a llegar los periodistas, los fotógrafos, la Dirección de la Clínica decidió sacar al muerto del pasadizo. Lo colocaron en un hall. Era un VIP.

Un enjambre de fotógrafos apretaba el obturador. "Por favor, no más fotos", dijo Matilde. Llegaron los amigos: Homero Arce, Graciela Alvarez, Juvencio Valle, Francisco Coloane, Aída Figueroa, Enrique Bello, Juan Gómez Millas, unos cuantos más.

Neruda estaba tendido sobre una mesa envuelto por un sudario blanco, con la cara decubierta. Sonreía, expresión difícil de concebir considerando la hora de los chacales que regía en el momento en que expiró. Cuando llegó la urna, le quitaron las sábanas y fue trasladado a ella. Coloane le abotonó la punta de la camisa. Cerraron, soldaron la urna. Salieron en dirección a La Chascona. Cuando llegaron a ella no pudieron entrar. La escalera de acceso a la casa estaba anegada, cubierta de lodo y agua, y obstruida por los escombros. La urna no cabía. La gente de la Junta había cumplido con su misión. Entonces los que componían el cortejo decidieron dar la vuelta a la manzana y penetrar por la entrada posterior, que daba al cerro. Allí había un puñado de jóvenes que se colocaron junto al féretro y luego rompieron el silencio, alzando los puños en alto mientras uno decía a toda voz, como llamándolo:

-¡Compañero Pablo Neruda!
-¡Presente!
-Ahora...
-¡Y siempre!
-Ahora...
-¡Y siempre!

Fuente: NERUDA, Volodia Teitelboim,. Editorial Sudamericana, 1996.

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