jueves, noviembre 10, 2022
domingo, junio 19, 2022
DISCURSO HONORIS CAUSA POR LA UNIVERSIDAD DE COSTA RICA
JUNIO DE 2022
JOAN MANUEL SERRAT, COMPOSITOR, INTÉRPRETE Y POETA
Señor rector de la Universidad de Costa Rica; miembros del Consejo Universitario; autoridades que amablemente nos acompañan; profesores, alumnos, amigas y amigos:
Me enorgullece que una casa de estudios como ésta me haya premiado con un doctorado, gracias al cual puedo dirigirme a ustedes, mujeres y hombres, que desde la educación, la escuela y la universidad trabajan en la conquista de un mundo más justo, donde los sueños se acerquen más a la realidad. Estoy seguro de que quienes tan generosamente han considerado oportuno concederme esta distinción, lo han hecho con la intención de reconocer los méritos de una persona. Pero al hacerlo, deben saber ustedes, que también están reconociendo a un colectivo de mujeres y hombres que han construido su vida a partir del oficio de cantar y de escribir canciones, y para quienes el valor y la fuerza de la palabra es fundamental en su quehacer. Con todos ellos quiero compartir este reconocimiento.
De otros aprendí el oficio de cantar y hacer canciones. De otros que antes lo aprendieron de otros. Y me hace feliz pensar que, tal vez, con mi trabajo habré podido ayudar al aprendizaje de los que siguen. Me siento un hombre privilegiado que trabaja en lo que le gusta, y al que —además— le pagan por hacerlo. Me siento una persona querida y respetada que canta por el gusto de cantar… Y además siempre me dan mesa en los restaurantes.
Con canciones me expreso y me comunico con los demás. Escribo mirando a mi alrededor, pero también volviendo la mirada a mis interiores. Escucho las voces de la calle, pero también oigo los ecos. Escribo dejando volar los pensamientos, pero también clavando los codos en la mesa. Que escribir es mucho más que el fruto de momentos inspirados. Es el resultado del esfuerzo, de la porfía por amasar palabras, por tejer y deshacer mimbres. Y si las musas, siempre escurridizas y engañosas, acudieran a darme una mano, serán bienvenidas. Y les agradezco lo que vale, pero sin confiar absolutamente nada en su voluble lealtad.
Dice el refrán que quien canta, su mal espanta. Y es verdad. Cantando, conjuras los demonios y conviertes sueños en realidades. Cantando compartes lo que amas y te enfrentas a lo que incomoda. Las canciones viven en la memoria de la gente viajan y nos transportan a tiempos y lugares donde un día tal vez fuimos felices. Algunas son personales e intransferibles. Otras aglutinan sentimientos comunes y llegan a convertirse en himnos. Todo momento tiene una banda sonora y todos tenemos nuestra canción. Esa canción que se hilvana en la entretela del alma y que uno acaba amando como se ama a sí mismo.
Entre las muchas cosas que he de agradecerle a la vida, es este oficio que me ha llevado a caminar al mundo, sin que las penurias económicas o políticas me empujaran a hacerlo. Y es ese ir y venir donde he conocido gentes de todo tipo y condición, en lugares distintos, diferentes a aquellos lugares en los que crecí, con otras costumbres, con otras maneras. Todo ello, lejos de llevarme a consolidar y concretar una idea de patria sublimada y distante, me fue consolidando en el descubrimiento: la patria para unos es el territorio, para otros es el idioma, para otros la niñez, para algunos algo con lo que llenarse la boca y otros con lo que llenarse la bolsa.
Yo he reconocido mi patria por los caminos. Lo aprendí de mi madre, que decía que su patria estaba donde sus hijos comían. Probablemente eso deben pensar las miles de madres que a lo largo y ancho del planeta caminan con sus hijos a cuestas, huyendo del dolor y de la guerra, dejando atrás la tierra que los vio nacer y buscando un lugar en donde sus hijos coman, crezcan y aprendan a convivir en paz, en una nueva patria temporal o definitiva. Viéndolos atascados en los barrizales, aguardando reemprender el camino, atorados en el descansillo, pongamos de una Europa, una Europa mezquina y desalmada, la orilla de un Mediterráneo que otrora fue cuna del pensamiento y puente de culturas. Viéndolos así, me pregunto: si alguien sabe decirme, ¿dónde queda la patria de esta gente? ¿Queda atrás, queda por delante?
Soy como todos ustedes fruto del tiempo y del mundo que me ha tocado vivir. Un tiempo de confusión y angustia, de soledad, de falta de referentes, donde se ha perdido la confianza en el sistema, en sus representantes y en sus instituciones. Donde los jóvenes se sienten engañados y los mayores traicionados y donde más que nunca nos necesitamos los unos a los otros, porque todos somos importantes, porque todos tenemos que sentirnos importantes.
En los últimos años, ha sido extraordinario el crecimiento tecnológico y científico que hemos experimentado. Pero también ha sido muy grande la pérdida de los valores morales de nuestra sociedad. Se han producido daños terribles a la naturaleza, muchos de ellos irreparables. Y es vergonzosa la corrupción que desde el poder se ha filtrado a toda la sociedad. Más que una crisis económica, diría que estamos atravesando una crisis de modelo de vida. Y, sin embargo, sorprende el conformismo con el que parte de la sociedad lo contempla, como si se tratara de una pesadilla de la que tarde o temprano despertaremos. Espectadores y víctimas parecemos esperar que nos salven aquellos mismos que nos han llevado hasta aquí.
Es necesario que recuperemos los valores democráticos y morales que han sido sustituidos por la vileza y la avidez del mercado, donde todo tiene un precio, donde todo se compra y donde todo se vende. Es un derecho y una obligación restaurar la memoria y reclamar un futuro para una juventud que necesita reconocerse y ser reconocida.
Tal vez no sepamos cuál es el camino. Tal vez no sepamos por dónde se llega antes. Pero sí sabemos qué caminos son los que no debemos volver a tomar.
Espero que ustedes, gente buena, instruida y tolerante, sabrán juzgar mis palabras con su intención, más que por la manera en que he sido capaz de expresarme. Mientras tanto, que los músicos no paren de hacer sonar sus instrumentos y que los poetas no dejen de alzar la voz. Que los gritos de la angustia no nos vuelvan sordos y que lo cotidiano no se convierta en normalidad capaz de volver de piedra a nuestros corazones.
Muchas gracias.
Fuente: www.milenio.com
martes, mayo 17, 2022
"La poesía es un acto de amor, un juego erótico con el cuerpo"
Prólogo
En su novela La policía de la memoria, la escritora japonesa Yoko Ogawa habla de una isla sin nombre. Unos extraños sucesos intranquilizan a los habitantes de la isla. Inexplicablemente, desaparecen cosas luego irrecuperables. Cosas aromáticas, rutilantes, resplandecientes, maravillosas: lazos para el cabello, sombreros, perfumes, cascabeles, esmeraldas, sellos y hasta rosas y pájaros. Los habitantes ya no saben para qué servían todas estas cosas.
Yoko Ogawa describe en su novela un régimen totalitario que destierra cosas y recuerdos de la sociedad con la ayuda de una policía de la memoria similar a la policía del pensamiento de Orwell. Los isleños viven en un invierno perpetuo de olvidos y pérdidas. Los que guardan recuerdos en secreto son arrestados. Incluso la madre de la protagonista, que evita que desaparezcan las cosas amenazadas en una cómoda secreta, es perseguida y asesinada por la policía de la memoria.
La policía de la memoria puede leerse en analogía con nuestra actualidad. También hoy desaparecen continuamente las cosas sin que nos demos cuenta. La inflación de cosas nos engaña haciéndonos creer lo contrario. A diferencia de la distopía de Yoko Ogawa, no vivimos en un régimen totalitario con una policía del pensamiento que despoja brutalmente a la gente de sus cosas y sus recuerdos. Es más bien nuestro frenesí de comunicación e información lo que hace que las cosas desaparezcan. La información, es decir, las no-cosas, se coloca delante de las cosas y las hace palidecer. No vivimos en un reino de violencia, sino en un reino de información que se hace pasar por libertad.
En la distopía de Ogawa, el mundo se vacía sin cesar. Al final desaparece. Todo va desapareciendo en una disolución progresiva. Incluso desaparecen partes del cuerpo. Al final, solo voces sin cuerpo flotan sin rumbo en el aire. La isla sin nombre de las cosas y los recuerdos perdidos se parece a nuestro presente en algunos aspectos. Hoy, el mundo se vacía de cosas y se llena de una información tan inquietante como esas voces sin cuerpo. La digitalización desmaterializa y descorporeiza el mundo. También suprime los recuerdos. En lugar de guardar recuerdos, almacenamos inmensas cantidades de datos. Los medios digitales sustituyen así a la policía de la memoria, cuyo trabajo hacen de forma no violenta y sin mucho esfuerzo.
A diferencia de la distopía de Ogawa, nuestra sociedad de la información no es tan monótona. La información falsea los acontecimientos. Se nutre del estímulo de la sorpresa. Pero el estímulo no dura mucho. Rápidamente se crea la necesidad de nuevos estímulos. Nos acostumbramos a percibir la realidad como fuente dse estímulos, de sorpresa. Como cazadores de información, nos volvemos ciegos para las cosas silenciosas, discretas, incluidas las habituales, las menudas o las comunes, que no nos estimulan, pero nos anclan en el ser.
FUENTE: No-cosas: quiebras del mundo de hoy, Byung-Chul Han, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A., 2021
lunes, enero 24, 2022
El infinito en un junco
Nota para la tribu del junco
Vosotros,
que en lo tierno y profundo
del futuro
aprendisteis de nuevo
a leer y escribir
recordad siempre:
no hay nada más hermoso
que ser frágil en un mundo infinito.
Juan F. Rivero,
Las hogueras azules (2020)
Inesperadamente, El infinito en un junco ha llegado a las manos acogedoras de los lectores en una época de extrañezas, tiempos sombríos que nos han recordado nuestra incurable fragilidad. Sobrecogidos por la incertidumbre, hemos sentido la protección de anónimos cuidadores que se enfrentaban cada día a un virus invisible y a sus propios miedos. Ida Vitale escribió: "Como no estás a salvo de nada, intenta ser tú mismo la salvación de algo". En estos meses, buscando asideros y salvavidas frente al desasosiego, hemos reposado la mirada en los libros, esos objetos -vulnerables como nosotros mismos- que siempre estuvieron a nuestro lado y de nuestra parte, que nos rescatan de toda clase de encierros con solo tenues movimientos de nuestros ojos y manos, y nos recuerdan que el universo entero puede caber en los surcos de una página impresa.
Leer es escuchar música hecha de palabra. Es cercanía y extrañeza. Es a veces hablar con los muertos para sentirnos más vivos. Es viaje inmóvil. Es una maravilla cotidiana. En este tiempo de reclusión, hemos comprobado que los libros amansan la ansiedad y nos regalan lejanías. Hoy valoramos -quizá más que nunca- el papel que desempeñan en nuestras vidas zarandeadas por la tormenta y el desconcierto. A lo largo de los siglos, estos cofres de palabras han sobrevivido a guerras, dictaduras, sequías, crisis y catástrofes. En ellos, las utopías esperan días más propicios. Una y otra vez, nos ofrecen en sus páginas -como brazos abiertos- las ideas, las historias y los cuentos que necesitaremos para escribir el mañana.
FUENTE: El infinito en un junco, Irene Vallejo. 1a. ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Debolsillo, 2021.