Pasiones de Monsiváis
por Carlos Fuentes
Lo había oído, siendo niño Monsiváis, en el programa de Los niños catedráticos. Lo conocí más tarde. Yo estudiaba en la Facultad de Derecho en San Ildefonso. Monsiváis y José Emilio Pacheco eran alumnos de la vecina Preparatoria Nacional. Ambos se acercaron, por ese proceso de imantación que llamamos "simpatía", a los alumnos de jurisprudencia que publicábamos, amparados por el maestro Mario de la Cueva, la revista Medio Siglo. Allí aparecieron, si no me equivoco, textos primeros de Monsiváis y Pacheco. Los unía a nosotros la amistad compartida con Sergio Pitol quien (como yo, más que yo) se acomodaba mal a los estudios y prácticas juristas.
Monsiváis, en cambio, tenía clara la visión de sí mismo. Podíamos, él y yo, parearnos en literaturas contemporáneas. Pero Monsiváis tenía un conocimiento asombroso de la poesía mexicana de los siglos diecinueve y veinte. Competía con Gabriel García Márquez en recitar de memoria a los poetas grandes y pequeños. Añado "pequeños" no por insignificantes, sino porque formaban parte del vasto mundo del acontecer cotidiano, cuyo porvenir desconocemos. Acaso por una suerte de simpatía a la vez anticipada y, por si acaso, histórica, Monsiváis reunía con inmenso interés y cariño letras de boleros, periódicos antiguos, revistas desaparecidas, caricaturas políticas, monos y monerías. Todo lo que cobró presencia histórica en su personal museo de El Estanquillo.
Me inquietaba siempre la escasa atención que Carlos prestaba a sus dietas. La Coca-Cola era su combustible líquido. No probaba el alcohol. Era vegetariano. Su vestimenta era espontáneamente libre, una declaración más de la antisolemnidad que trajo a la cultura mexicana, pues México es, después de Colombia, el país latinoamericano más adicto a la formalidad en el vestir. Creo que jamás conocí una corbata de Monsiváis, salvo en los albores de nuestra amistad.
Compartimos una pasión por el cine, como si la juventud de este arte mereciera memoria, referencias y cuidados tan grandes como los clásicos más clásicos, y era cierto. La frágil película de nuestras vidas, expuesta a morir en llamaradas o presa del polvo y el olvido, era para Monsiváis un arte importantísimo, único, pues, ¿de qué otra manera, si no en el cine, iban a darnos obras de arte Chaplin y Keaton, Lang y Lubitsch, Hitchcock y Welles? Y no se crea que el "cine de arte" era el único que le interesaba a Carlos. Competía con José Luis Cuevas en su conocimiento del cine mexicano y con el historiador argentino Natalio Botana en películas de los admirables años treinta de Hollywood.
Juntos, presentamos hace un año diez películas que juzgamos las mejores de todos los tiempos -del Amanecer de Murnau a Bailando bajo la lluvia de Kelly y Donen-. Pero enseguida nos dimos cuenta de la injusticia e insuficiencia de tal selección. ¿Dónde quedaban Antonioni y Bergman, Rogers y Astaire, el cine de gánsteres, los westerns que Alfonso Reyes calificaba como "la épica contemporánea"? ¿Y dónde, Juan Orol y Rosa Carmina; dónde las cejas actuantes y activas de María Félix y Dolores del Río; dónde los parlamentos inescrutables de Arturo de Córdoba y la inventiva popular de Clavillazo?
Recuerdo estas pasiones de Monsiváis porque formaban parte de su vasto apetito, su fantástica asimilación de todo, añado, lo que el mundo "oficial" desconocía o desdeñaba. Curioso hasta las cachas de lo que sucedía en el mundo político, Monsiváis separaba muy bien la autenticidad de las apariencias y de éstas se burlaba con un humor que desnudaba a los pomposos, desmentía a los mentirosos y señalaba a los criminales. Creo que nadie, en la sociedad mexicana contemporánea, escapó a la mirada, irónica, solidaria, burlona, camarada, de Carlos Monsiváis. La ridícula respuesta de Vicente Fox a la muerte del escritor lo comprueba.
En 1970, estrené una obra mía, El tuerto es rey, en el teatro An-der-Wien de la capital austriaca. Monsiváis, hilarante, me dijo en el intermedio que había en la sala dos o tres espías del presidente Gustavo Díaz Ordaz porque el mandatario imaginaba que el título se refería a él. Típico error de la presunción política, que causó una risa incontenible cuando se lo conté a la actriz María Casares y al director Jorge Lavelli. Con mi amiga Caroline Pfeiffer, que era representante de gente de teatro y cine, viajamos a Italia y presenciamos la filmación de La muerte en Venecia de Thomas Mann. Dirigía Luchino Visconti y, después de saludarlo, Monsiváis miró al Adriático y prometió no lavarse más la mano. Seguimos a Milán, donde una confusión enredó a Carlos con una manifestación de comunistas, y a París, donde lo invité a vivir en el apartamento que yo ocupaba en la Isla St. Luis. Juntos fuimos, guiados siempre por Caroline, a la casa de campo de Alain Delon, quien nos sentó dos días a ver el Mundial de fútbol en la tele y, de regreso a París, fuimos juntos también a visitar a Pablo Neruda en el hotel del Quai Voltaire.
Neruda estaba en cama, empijamado, fatigado tras asistir al entierro de Elsa Triolet, la mujer de Louis Aragon. La conversación Neruda-Monsiváis fue muy singular.
-¿Cómo se encuentra? -le preguntó Neruda a Monsiváis.
-Sucede que me canso de ser hombre -contestó Carlos.
Al principio, Neruda no registró la cita.
-¿Y qué hace en París? -continuó Pablo.
-Juego todos los días con la mar del universo. -Citó Monsiváis, y Neruda, cayendo en el juego, se rió y decidió continuarlo, hasta la pregunta a Carlos:
-¿Y que escribe ahora?
-Los versos más tristes.
-¿Cuándo?
-Esta noche.
Ingenio rápido, cultura profunda, mirada penetrante, referencia oportuna, melancolía escondida, regocijo siempre.
¡Qué falta nos harán todas estas características del grande y único Carlos Monsiváis!
Fuente: El País
Fotografía: Uly Martín